Cuarto Domingo Tiempo de Pascua -  Ciclo  "B"      
21 de Abril de 2024      

Jesucristo no sólo nos ha salvado, sino que nos ha dado mucho más que eso: hacernos hijos de Dios y darnos derecho a una herencia, que es el Cielo.  Pero comencemos con lo de la salvación, revisando las Lecturas de este Domingo.

Nadie más que Jesucristo puede salvarnos, "pues en la tierra no existe ninguna otra persona a quien Dios haya constituido como salvador nuestro" (Hech. 4, 12).   Así vemos en la Primera Lectura cómo habló San Pedro, el primer Papa, al responder a quienes lo interrogaban pretendiendo juzgarlos por la curación de un lisiado y porque estaban predicando que Jesús había resucitado.  Pedro les echó en cara: “Este hombre ha quedado sano en el nombre de Jesús de Nazaret, a quien ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de entre los muertos".

Jesucristo es el Salvador.  Eso se dice ¡tan fácil! y se ha repetido tantas veces... pero no parece tan aceptado como debiera serlo.  Al menos, no parece tan aprovechado.  La salvación de Jesucristo nos ha sido dada de gratis, sin ningún esfuerzo de nuestra parte.  Sólo debemos aprovechar las gracias que por esa salvación nos han sido dadas.   Pero... ¿realmente las aprovechamos?  ¿Aprovechamos todas las gracias que el Señor quiere darnos?

Además, si nos fijamos bien, no todos aceptamos la salvación que Jesús nos vino a traer.  Por citar sólo un ejemplo actual: la reencarnación.  La creencia en ese mito pagano no se queda en pensar que en nuevas vidas seremos otras personas... si es que eso fuera posible.

Una de las consecuencias de este engaño que es la reencarnación, es el pensar que nosotros nos podemos redimir nosotros mismos a través de sucesivas reencarnaciones, purificándonos un poco más en cada una de esas supuestas vidas futuras.  Así que, al creer en la reencarnación, de hecho, estamos rechazando la redención que sólo Cristo puede darnos.  Y quedamos de nuestra cuenta para salvarnos (???!!!).

Ahora bien, Jesucristo no sólo vino a salvarnos, es decir, a rescatarnos de la situación de secuestro en que estábamos después del pecado de nuestros primeros progenitores, sino que -como San Juan nos recuerda en la Segunda Lectura- por su gracia "no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que realmente lo somos" (1 Jn. 3, 1-2).

Y realmente lo somos, porque Dios nos comunica su Vida, su Gracia; porque, durante nuestra vida en la tierra nos guía como sus hijos que somos.  Y, además, porque recibiremos una herencia: el Cielo prometido a aquéllos que se comporten como hijos, es decir, a los que aquí en esta vida seamos obedientes a la Voluntad del Padre.

¿Nos damos cuenta de este privilegio: ser hijos de Dios y poder llamar a Dios "Padre", porque realmente somos sus hijos?  Ser “hijo(a) de Dios” se dice tan fácilmente...  Pero ¿nos damos cuenta que Jesucristo, el Hijo Único de Dios, no sólo nos ha salvado, sino que ha compartido Su Padre con nosotros, para que seamos también hijos(as)?  … ¿Agradecemos a Dios este altísimo privilegio… o lo tomamos como un derecho merecido?

Continúa San Juan explicándonos la dimensión y las consecuencias de este especialísimo privilegio de la filiación divina:    "Ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin.  Y ya sabemos que, cuando El se manifieste, vamos a ser semejantes a El, porque lo veremos tal cual es".

San Pablo nos explica así esto mismo en varias citas de sus cartas:
"Al presente vemos como en un mal espejo y en forma confusa, pero luego será cara a cara.  Ahora solamente conozco en parte, pero luego le conoceré a El como El me conoce a mí." (1 Cor. 13, 12-13).

"Cuando se manifieste el que es nuestra vida, Cristo, ustedes también estarán en gloria y vendrán a la luz con El" (Col. 3, 4).

"También los destinó a ser como su Hijo y semejantes a El... y después de hacerlos justos, les dará la gloria" (Rom. 8, 29-30).

En el Evangelio vemos por qué todo esto es así.  Jesús se nos identifica de diversas maneras.  Una de sus identificaciones favoritas de todos los que somos sus seguidores es ésta de hoy: el Buen Pastor. "Yo soy el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas” (Jn. 10, 11-17).

Y sabemos que Jesús cumplió con esta promesa de dar su vida por cada uno de nosotros, ovejas de su rebaño.   Sabemos que su vida la dio, pero, como nos dice en este Evangelio, también la recuperó.  Y la recuperó con gloria, porque resucitó.  Y con su resurrección nos da a todos los que le seguimos y le imitamos, la gloria que El tiene y que da a las ovejas de su rebaño.

¿Quiénes son las ovejas de su rebaño?  Jesús las identifica en este Evangelio.  Son los que conocen su voz, porque lo conocen a El y le siguen.  Esos resucitarán como El resucitó y “serán semejantes a El”, como nos dice San Juan en la Segunda Lectura, porque tendrán la gloria que es suya y que conoceremos cuando lo veamos “cara a cara, tal cual es”

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