DOS CASOS DE CASO I No sé cómo me desperté ni cómo llegué al salón de casa aquella noche, pero les aseguro que en mi alma sé que fue a las tres en punto cuando todo aquello comenzó. Sé que el Señor tomó mi alma y a esa hora la condujo al infierno, y permitió que estuviera encerrado en una especie de extraña celda. No tuve ningún entendimiento del porqué hasta que aquello finalizó. Fue después de vivir ese espanto cuando el Señor me lo explicó todo. [...] La celda era como cualquier celda que ustedes puedan imaginar: con barrotes, oscura, sucia, maloliente y con paredes de piedras gruesas. Lo primero de lo que me percaté fue de un espantoso e inexplicable calor. Inmediatamente pensé: «¿Cómo aguanto este calor? ¡No se puede sobrevivir a esta temperatura!», porque el calor era muchísimo más poderoso que lo que cualquier cuerpo biológico de la tierra pueda soportar sin consumirse en un instante. Me di cuenta de que estaba desnudo sobre el suelo, absolutamente vulnerable y sin movimiento. ¡No tenía fuerza alguna en mi cuerpo y por ello no me podía ni mantener en pie! Toda mi energía, todos mis órganos permanecían quietos a causa de un extraordinario agotamiento. Era como si hubiera enfermado de todas las enfermedades posibles que pueden darse en la tierra. [...] Olvidé (mejor dicho, el Señor bloqueó) mis recuerdos sobre mi devoción cristiana. Esto lo entendí después... Cuando una persona está en el infierno, tiene un conocimiento absoluto sobre una gran realidad: que jamás saldrá de ahí. Y no recordé haber amado a Jesús. Por eso el Señor me bloqueó tal recuerdo de la memoria: para que pudiera explicar luego al mundo lo que es vivir en el infierno con la más absoluta ausencia de Dios. Esto es lo peor que se experimenta allí: la total y abrumadora ausencia de Dios... Uno sabe que Dios existe, pero no puede recordarle, ni amarle, ni nada parecido. Es muy difícil de explicar... Solo cree que le ha perdido, y uno desea entonces morir de tristeza, pero no puede, porque sabe que ya está muerto en la tierra. Sin embargo el alma no puede morir jamás. Entonces la desesperación consume todo el ser y la angustia es atroz. [...] Estando así, desesperado y sin saber que Cristo me podía salvar (porque ya no le recordaba como Salvador) me di cuenta de que en la celda no estaba solo: dos imponentes sombras comenzaron a dibujarse en la oscuridad. Eran dos criaturas horribles, dos monstruos como jamás había visto en la tierra. Ni los animales más grotescos de nuestro mundo se parecían a aquellas figuras. Eran gigantescos, tenían garras y me miraban con un odio tal que me hicieron estremecer al instante. Ambos eran deformes y sus miembros asimétricos (un pie enorme, el otro mucho más pequeño, un hombro Supe que eran demonios, y cuando vi después muchos más, me di cuenta de que todos eran diferentes físicamente, aunque a cada cual más grotesco y espeluznante. [...] El aire u oxigeno era irrespirable, tóxico al límite de lo infinito. Estas criaturas olían tan espantosamente a podrido que noté que mi organismo no resistiría y moriría solo con olerles. Pero es que todo olía igual de mal... Me recordaba al olor del azufre aquí en la tierra, pero billones de veces más potente, mucho peor y más tóxico; infinitamente venenoso. Noté que me asfixiaba, pues además del pútrido olor del aire, estaba tan caliente que mis pulmones se recalentaron y se quemaban con solo tomar una pequeña bocanada. Me preguntaba por qué no moría de una vez, y sin embargo, no lo hacía. Yo no comprendía por qué, pues en la tierra hubiera muerto en un instante. [...] Las horribles criaturas andaban de un lado a otro en la celda como esperando algo, o a alguien, hasta que de pronto se percataron de mi presencia. Hablaron entre ellas... Yo entendía todo lo que decían, pero no era un idioma comprensible aquí en la tierra. No se puede explicar por qué yo tenía todos mis entendimientos al límite de la perfección, porque todo lo captaba y comprendía. Supe así que estaban blasfemando contra Dios sin descanso. Sabía que me odiaban, que deseaban despedazarme. Entonces comenzó la tortura. [...] La más corpulenta de aquellas criaturas (comprendí a la perfección que eran demonios), me agarró y me lanzó contra la pared. Noté cómo todos los huesos de mi cuerpo se rompían en mil pedazos. El dolor era indescriptible. Era un dolor absolutamente real, físico, como el que puede sentir un cuerpo aquí en la tierra que experimenta lo mismo. Deseé morir, ¡pero no moría! Solo a causa de aquel golpe tenía que haber muerto en ese instante. La otra criatura se abalanzó contra mí y me desgarró el pecho y los intestinos con unas afiladas y gigantescas uñas. Vi cómo caían al suelo despedazados... ¡Pero de mi organismo no brotaba sangre ni agua! (después, con el paso del tiempo, estudié a fondo en la Sagrada Escritura cada mínima experiencia ahí vivida, y encontré que en algún pasaje se explicaba que en el infierno no había sangre ni agua. Pero eso fue mucho tiempo después). Me cogió la cabeza y la aplastó hasta dejarla en una fina línea de residuos cerebrales. Me arrancaron los brazos y las piernas; me despedazaron totalmente... Mi entendimiento seguía alerta y en estado perfecto. En esos momentos mi inteligencia me gritaba una espantosa realidad: no estaba muerto No sé ni cómo logré arrastrarme fuera de la celda, pero lo logré... Y entonces todo quedó imbuido en la mayor oscuridad. Comprendí así que, mientras estuve en la celda, pude ver algo, y si fue así, se debía a una misteriosa y oculta presencia de Jesús. Él debía de estar algo cerca, su presencia debía de ser mínima, pero estaba, ya que solo El es luz en el infierno. Todo lo demás está imbuido en la más profunda oscuridad, a excepción de un fuego que vi más tarde, en otra parte del infierno. Pero eso fue minutos después. Sé que en ese momento me di cuenta de que Jesús, a pesar de todo, estaba por allí. Sin Él no hubiera podido ni captar la sombra de los dos demonios que me atormentaron. Creo que lo permitió para que yo pudiera luego contar al mundo todo lo que vi en aquella maloliente celda. [...] Me arrastraba sobre un suelo putrefacto y entonces logré vislumbrar al fondo de un vastísimo espacio, como a lo lejos, un brillo en forma de fuego. Fijé la vista y comprobé que provenía como de la boca de un inmenso volcán lleno de llamas del que brotaban gritos y lamentos espantosos. El dolor que sentía mi cuerpo seguía siendo absolutamente real e insoportable, como el dolor físico que se siente aquí en la tierra durante una terrible tortura. Mis miembros estaban unidos otra vez, y yo sabía que iba a ser irremediablemente torturado de nuevo. [...] De pronto alguien me condujo hacia la abertura de ese fuego o a esa especie de boca de volcán ardiente (luego entendí que fue Jesús, pero en ese momento Él aún no me dejaba percatarme de su presencia). Todas las personas que vi en esa gran boca ardiente eran adultos, no vi niños; pero eran millones y millones de personas gritando a la vez llenos de terror y de miedo. Algunos blasfemaban, pero sufrían terriblemente. Intentaban salir trepando por esa boca pero aquel fuego los atraía de nuevo hacia sí y los devoraba, o los demonios les empujaban hacia dentro de nuevo... Yo vi fuego real, no era una imagen o una visión. Era real, real, real... Les aseguro que era real. Tiempo después, leyendo la Biblia comprendí que muchas partes que se consideran como metafóricas no lo son en realidad: (Lc 16, Mt 13, 45, etc.). Pueden creerme o no, pero yo les vi, y se quemaban verdaderamente de forma física. No me importa que no me crean. Yo cuento esto a todo el mundo con todo mi corazón para que no se dejen engañar pensando que el infierno o el demonio no existen, porque [...] La idea que uno tiene sobre sí mismo en el infierno es de ser una nada absoluta, un desecho, un desperdicio inútil al que nadie ama y al que nadie necesita, pero que es digno de ser odiado y torturado por todos. También el cansancio es total: nunca se descansa. El cuerpo se agota, se resiente hasta límites mortales, pero no puede impedir ser torturado, vejado, maltratado... La necesidad de dormir es imperante, pero no puedes dormir, no se permite al cuerpo dormir; éste es un terrible tormento también. Todo lo hermoso que tenemos en el mundo, todo lo que nos gusta: amar, comer, dormir, descansar, conversar, tener amigos, disfrutar de la naturaleza, todo lo bueno que existe aquí y que hemos experimentado en la tierra, eso no existe en el infierno. Comprendí entonces que todo lo que tenemos hermoso en el mundo son regalos de Dios, incluso las cosas más elementales como la luz, el aire limpio, el agua... Y ninguna de estas cosas valiosas, ¡ni una sola!, está en el infierno. [...] No sé por qué digo esto, pero tuve un conocimiento que he meditado mucho después: sentía que estaba en el fondo de la tierra, o en su centro. (Otra de mis santas favoritas católicas, Anna Catherine Emmerich, en sus visiones vio que el infierno estaba en el centro de la tierra) Vi muchas celdas extrañas y horrorosas ahí dentro... Y en cada una había un pobre condenado. Y entendí que cada hombre condenado tiene su celda en el infierno, de forma individual, porque cada hombre ha pecado de forma privada. [...] De pronto una tristeza inconmensurable me invadió por completo, porque en un flash recordé a mi preciosa esposa. Pensé que se aterrorizaría al despertare en la mañana y descubrir que yo ya no estaba. Temí que pensara que la había abandonado. ¡Y necesitaba tanto su ayuda! ¡Necesitaba que ella rezara! Porque otra cosa que descubrí es que en el infierno ya no se puede rezar. Simplemente la capacidad de rezar ha desaparecido, no existe, porque se desprecia a Dios y a todas su cosas. [...] La sed me abrasaba por dentro. Era como si comprendiera de pronto que el agua es pura vida. Comprendí que el agua es uno de los dones más ricos que Dios ha dado al mundo y en ese momento sentí una necesidad tan tremenda de beber que creí que la lengua se me despedazaría como papel quemado. [...] Inesperadamente algo comenzó a iluminarse a mi alrededor. Era como una luz que me llamaba, que me conducía... Y vi cómo se formaba un túnel. Corrí hacia el túnel; algo me decía al corazón que Jesús estaba dentro de esa luz, y me llamaba, me empujaba a ir hacia Él... Entonces oí una voz que dijo: «Mis hijos no creen que esto existe; ni siquiera mis hijos más cercanos creen que existe el demonio o el infierno. Debes contárselo al mundo. Hazlo. Y di también que vendré al mundo y que lo haré pronto». Y entonces recobré los sentidos en el salón de mi casa, en los brazos de mi esposa, quien oraba junto a mí asustadísima e intentaba consolarme. Grité: «¡Agua, agua, dame agua! ¡Me quemo, me abraso por dentro!» CASO II: Por pura misericordia de Dios, Tamara Laroux está viva, es hoy una preciosa mujer de treinta años y por fin es feliz. Pero no era así cuando fue una adolescente. Entonces era solo una muchachita solitaria y asustada, desgraciada, tímida y profundamente herida, a causa del terrible vacío en el que le había sumido el agrio divorcio por el que atravesaban sus padres. Y era tanta su tristeza, que deseó morir... Los gritos, las peleas y los insultos que se propinaban, la dejaban en un estado de tristeza y vulnerabilidad tal, que pronto se acostumbró a encerrarse en su cuarto, echar la llave y pasar largas horas pensando en acabar con su dolor. Sintiéndose siempre erróneamente rechazada por sus padres (que la amaban mucho a pesar de sus desavenencias), sola y perdida, un fatídico día descubrió que se había rendido a la vida. Y entonces, atormentada por sus inseguridades y una fuerte depresión adolescente, una triste mañana tomó la más temible decisión: acabaría lo antes posible con su vida disparándose una bala en la sien. Desgraciadamente en Estados Unidos no es complicado adquirir un arma y mantenerla en el hogar, querido lector. La madre de Tamara había adquirido una con la intención de defender a su familia en caso de robo. Tamara lo sabía, y lo que es peor: conocía su escondite en la mesilla de noche del dormitorio principal. Se encaminó hacia él, tomó la pistola y se escondió con ella en un vestidor. Miró el arma unos segundos mientras la acariciaba con unos temblorosos dedos. El corazón le palpitaba frenéticamente y se vio envuelta en un terrible miedo... Pero sus pensamientos la empujaban irremediablemente hacia una sola idea: acabar de una vez con su sufrimiento. Así que acarició la culata y apuntó el cañón a la cabeza, y elevando la voz gritó desesperadamente: «¡Perdóname, Señor!». En ese instante, justo cuando se disponía a apretar el gatillo, una voz tierna, masculina y llena de amor le habló al corazón. «No apuntes a la cabeza», dijo. Y entonces, de una forma misteriosa, tuvo en forma de flash una visión muy clara sobre sí misma: se vio dañada irreparablemente a causa de una bala alojada en el cerebro, con todo el cabello empapado en sangre y la cara desfigurada para siempre. Aterrorizada y pensando en la terrible escena que encontraría su familia, pero aún decidida a matarse para acabar con su sufrimiento de una vez, deslizó la pistola hacia el corazón y... ¡disparó! Solo tenía quince años. La muchachita notó cómo su vida se desvanecía en un inmenso charco de sangre. Su pulmón había sido perforado peligrosamente, pero, por un increíble milagro, la bala no dañó ningún vaso primario del corazón. Entonces Tamara vio cómo su alma se desprendía del cuerpo y viajaba a mayor velocidad que la luz, atravesó el suelo y cayó en un terrible abismo situado en el centro de la tierra. Fue así como comprendió la más espantosa de las realidades: se había condenado. EXTRACTOS DE LAS Cuando caí hacia el fondo de la tierra, el terror se iba apoderando de mí de forma espantosa. Algo dentro de mi ser explotó... Todo era calor, quemaduras en el interior de mi cuerpo. ¡Y qué olor! Era el más horrible que yo jamás había experimentado en la tierra. ¡E invadía todo mi organismo como si su origen fuera yo misma! Pero también estaba en el aire que me rodeaba completamente, el aire exterior a mi cuerpo. ¡Era el olor al infierno! Lo intentaré describir como una mezcla extraña de gases tóxicos y azufre; era tan repugnante que creí morir al inhalarlo. [...] Miré alrededor y vi que todo eran llamas de las que brotaban gritos espeluznantes de gente; comprendí que eran gritos de muerte. ¡Y supe que yo me había convertido en parte de la muerte y que ya formaba parte de aquel lugar! Capté de inmediato que me encontraba en el infierno. ¡Y que no tenía escapatoria! [...] Hasta entonces, no había cultivado mucha relación con Dios y nada sabía sobre las realidades de la vida tras muerte. Había leído muy pocas veces pasajes de la Biblia y apenas tenía conocimientos teológicos, pero algo en mi interior, una sabiduría especial, me hizo saber que donde estaba no era otra cosa que el infierno del que tantas veces hablaba la Biblia. ¿Cómo lo supe? Es un misterio... Pero puedo prometer que lo supe y que el lugar era real. [...] Todo lo que se palpaba era miedo y ausencia de Dios. En el infierno se sabe muy bien que Dios no está, y que no estará jamás. No hay posibilidad de salir y ya uno forma parte de ese lugar lleno de maldad, miedo y sufrimiento. [...] Los gritos de las personas que me rodeaban me llenaban de espanto. Eran millones, y aunque todos habían captado mi presencia, no existía la posibilidad de comunicación entre nosotros. El infierno es ausencia de todas las cosas buenas y bonitas de la vida, y la compañía de otros seres humanos es algo muy hermoso. Pero en ese horrible lugar, aunque todos estábamos sufriendo juntos, no podíamos comunicarnos, protegernos, querernos... Dios no estaba por ningún lado. Todo lo contrario: todo era odio y miedo. Las voces eran agónicas, terroríficas. Yo sabía que padecían sufrimientos insoportables pero también que nunca les podría ayudar. [...] Recuerdo con horror a una persona que estaba muy cerca de mí. No podíamos hablar, pero con solo mirarle supe todo sobre su alma: sus sentimientos de angustia, de miedo, de rencor, sus pecados, sus faltas, lo que había omitido hacer de bueno en la vida. ¡Lo supe todo de él! Y también él supo todo sobre mí. En el infierno no hay secretos: toda la maldad y las faltas cometidas en vida están frente a cada alma y los demonios se fijan muy bien en ellas y se burlan vociferando blasfemias. Todos ven y son vistos, y todo se sabe menos las cosas buenas que uno pudo hacer en vida. De eso nadie se acuerda o no se quiere acordar... El demonio es un fiscal terrible y cruel. [...] Inmersa en un terrible dolor, en la agonía, en el sufrimiento, en la vergüenza y en el más horrible arrepentimiento por lo que había hecho, había algo que no se alejaba un segundo de mi pensamiento: Cristo Nuestro Señor. Solo después de «regresar a la vida» comprendí que fue gracias a su misericordia por lo que yo pude recordarle en el infierno. Porque Él no está allí... Todo implica su total ausencia. Pero vino a mi mente con toda magnitud y entonces supe, con seguridad, que Él es la respuesta para la vida, para todas las cosas buenas, para la creación. Y que suicidándome había cometido un pecado gravísimo contra Dios. [...] Supe que todas las personas que estaban junto a mí aullando, sufriendo, padeciendo todo tipo de torturas, sabían de la existencia de Cristo y de Dios Padre como Creador, y entendí que todos ellos ansiaban, como ansiaba yo, volver a la tierra, a la vida, para contar al mundo que el infierno existía. Entendí que el ser humano debería luchar en cada instante de la vida por evitar acabar en el infierno, ya que no había sido creado para el hombre, sino para Satanás y los demonios, y que jamás debía dejarse llevar y engañar por el diablo, pues éste desea ardientemente convencer a los hombres de que no existe, precisamente para que caigan un día en aquel horrible lugar de desesperación y muerte eterna. Supe con gran claridad que la vida es un instante comparado con la eternidad y que ningún ser humano debería perder el tiempo en otra cosa que no fuera amar a Dios y desear salvar su alma y la de los demás. [...] El tiempo... ¡Ah! El tiempo no existe en el infierno como nosotros lo conocemos en vida. Ahí todo es eternidad, un espacio de tiempo indefinido e infinito que no finaliza jamás, y el alma sabe muy bien que en toda esa eternidad no tendrá un remanso de paz, un instante de amor o una visión de Dios. Ni un segundo de paz se volverá a vivir; todo será tormento y sufrimiento, dolor y amargura, por siempre y para siempre. [...] Entonces vi una luz; era magnífica y poderosa y venía directamente hacia mí. Y en un gran alborozo comprendí que era Jesús. ¡Venía del cielo por mí! Y como una película recordé aquel lamento, aquel grito desesperado que brotó desde lo más hondo de mis entrañas cuando estaba a punto de dispararme. Mis palabras habían sido: «¡Perdóname, Señor!». Y comprendí que el Señor, en su infinita bondad, había escuchado mi lamento. Y por eso vino, me sujetó con su mano poderosa y me sacó de aquellas tinieblas de fuego y tormento. [...] Jesús me habló. Me dijo muchas cosas cuando estuve en su presencia. Entre otras que no me había condenado por mi acto desesperado, sino por otras cosas... Que Él siempre supo de mi sufrimiento y que nunca me abandonó; yo no supe verle en mi vida, y eso fue lo que me condujo a la desesperación y hacia esa bala mortal. No son nuestros actos aislados los que nos salvan o condenan, sino nuestra fe en su Misericordia. Eso es lo que nos puede salvar de una eternidad en el infierno. Y Él me dio a entender que, dado mi gran pecado, no podría estar en el cielo. Aquello me aterrorizó de nuevo, porque junto a Él todo era amor, luz, paz, misericordia, felicidad... Toda la maldad y la pestilencia vivida en el infierno, había desaparecido de golpe... Me eché a llorar desconsoladamente. Entonces Él me dijo: «No temas. Mira». Y me señaló mi propio cadáver, rodeado de sangre por todas partes, en el vestidor de mi casa. «Ve y no peques más», dijo. ¡Y me vi transportada hacia mi cuerpo, que yacía muerto aún en mi dormitorio, en mi casa! Me vi tan herida... La bala estaba incrustada en mi abdomen y salía sangre profusamente. Y entonces Jesús colocó mi alma con gran ternura sobre mi cuerpo y ésta entró de nuevo en él. En ese instante, recobré la vista y los sentidos. Estaba viva, pero moría despacito otra vez. Estaba perdiendo demasiada sangre y notaba cómo el corazón dejaba de latir despacito... Pero Dios ya no permitiría que a causa de esa bala volviera a morir. Mi momento para abandonar la vida en la tierra llegaría años más tarde, y ahora tenía una misión de absoluta importancia: la de contar al mundo todo lo que había visto. Y eso llevo haciendo hasta el día de hoy. Habla ahora la autora María Vallejo-Nájera: ¡Qué barbaridad, querido lector! ¿Ve como no son sólo los católicos los que experimentan la magnífica misericordia de Dios? Porque Tamara ha sobrevivido y ha cumplido su misión; una de inmensa envergadura, con la que ayuda a miles de personas a crecer y correr hacia Dios. ¡Pero su camino no ha sido nada fácil! Sobre todo en esos cruciales días de recuperación en el hospital tras recibir su mortal disparo... Tuvo mucha, muchísima suerte: su madre acababa de entrar en casa justo cuando recobró los sentidos. Oyó los gritos desesperados de su hija desde la parte superior de la vivienda y subió las escaleras a gran velocidad para encontrarla, llena de espanto, envuelta en un inmenso charco de sangre. Llamó a una ambulancia y la niña al fin pudo ser atendida de sus gravísimas heridas. Los médicos extrajeron la bala en el quirófano, absolutamente asombrados de la mínima distancia de su recorrido: escapó por un milímetro la aorta. Nadie entendió cómo el disparo de aquel revólver no había hecho explotar el corazón de esa adolescente en mil pedazos. Tamara ha guardado con sumo cuidado todos los escáneres, radiografías y pruebas médicas que demuestran a los incrédulos dónde y cómo había traspasado la bala su organismo, y todo médico testifica que, a todas luces, debía haber muerto. ¡Pero es que lo que no sabían era que, efectivamente, había muerto! Digamos que el caso de Tamara Laroux dio mucho, pero que mucho que hablar a doctores, cirujanos y enfermeras. Todos concluyeron que esa criatura era un milagro vivo. Bueno querido lector... Supongo que se habrá quedado mudo, tan muda como quedé yo cuando descubrí estos dos impresionantes casos de visitas al infierno de personas que no pertenecen a nuestra religión, y cuya fe tampoco era demasiado profunda (como en el caso de Tamara). Dios es un gran misterio para el hombre y por mucho que nos estrujemos el cerebro jamás lograremos entender sus designios. Pero no debe importarnos. Solo debemos tener en mente una cosa: que nos ama hasta el extremo de sacrificarse por nosotros en una cruz y que su misericordia es infinita. ¡Solo por estas razones nos salvaremos, querido lector! Pero hasta que nos llegue el momento de ir hacia Él (esperemos que dentro de un porrón de años), le dejo con una ayudita extra para lograrlo eficazmente. Se trata nuevamente de poderosas oraciones. Ya verá con qué paz se acuesta en la noche tras rezarlas. (I) ORACIÓN PARA LIBERARSE A SÍ MISMO (¡Qué bien le hubiera venido a Tamara Larroux recitarla, querido lector!) En tu nombre, Señor Jesús, por el poder del Espíritu Santo, para la gloria del Padre, líbrame de todo miedo, temor, angustia o ansiedad. Jesús, mi Salvador, líbrame por encima de todo de cualquier forma de odio, orgullo y agresividad, de todo rencor y deseo de venganza. Líbrame de todo sentimiento de culpabilidad, inseguridad e inferioridad. Reconozco humildemente que Tú eres mi único Liberador. Jesús Misericordia, confío en Ti. Amén. Estos dos testimonios
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¿Cómo es el Infierno? | ||