Homilía
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
durante la Misa de Medianoche
(Parroquia La Asunción - Urbanización 23 de Enero)
(Caracas, 24 de diciembre de 2003)
Alegrémonos en el Señor.
Esta es la gran
lección de la fiesta que estamos celebrando. En esta noche santa
no hay lugar para la tristeza, el desaliento o la desesperanza. Nuestra
invitación a la alegría es como un mandamiento. Estamos
obligados a la alegría de la Navidad.
Pero
¿cómo estar felices viendo lo que pasa en nuestro país? ¿Cómo estar felices
cuando sabemos que, aquí mismo en Caracas, por ejemplo, tantos hombres
y mujeres deben pasar una Navidad miserable y triste? ¿Cuántos venezolanos
van a ser víctimas de la violencia durante estas fiestas? Y más allá de
Venezuela, estar felices hoy, ¿no parece un insulto al drama que viven
tantos pueblos, en el Medio Oriente por ejemplo, el pueblo iraquí o el
de Palestina?
El Evangelio nos habla de la alegría de los pastores a quienes se les
apareció un ángel. Me gustaría decirles una palabra sobre los pastores
porque, en tiempos de Jesús, ellos eran los más pobres entre los pobres.
Por lo tanto, habrían tenido muchísimas razones para desanimarse, llenarse
de tristeza, y dejar que las tinieblas invadieran sus corazones. Además,
los pastores, gente sencilla, forman parte de aquellos que trabajan durante
el día y descansan durante la noche. Ahora bien, aquí están unos pastores
que en plena noche llegan lo más rápido posible a Belén. La pregunta es
la siguiente: ¿por qué esta prisa de los pastores en medio de la oscuridad?
La
prisa de los pastores es un signo y, para nosotros, una lección.
Es
el signo de la esperanza que habitaba sus corazones. Si esta humilde gente
escuchó el canto de los ángeles, si fueron de prisa al pueblo de Belén,
es porque no habían olvidado nada de las promesas de Dios, pues, a pesar
de todo, guardaban en su corazón una esperanza viva, indestructible. Digo
a pesar de todo porque, cuando Jesús nació, hacía cinco siglos que ningún
profeta había hablado en Israel.
La prisa de los pastores es una lección para nosotros: nos recuerda que
Navidad es un regalo para aquellos que la esperan, y solamente para ellos.
Si nos apegamos demasiado a nuestras pequeñas satisfacciones personales,
a nuestras comodidades, a nuestros bienes temporales, no seremos capaces
de abandonar todo para acoger el don de Dios. Alguien dijo que "sería
completamente inútil que Jesús hubiera nacido diez mil veces en el pesebre,
si no hubiera nacido al menos una vez en nuestros corazones".
Nacer en el corazón: el Niño Jesús
busca un lugar en nosotros como lo buscaba en Belén. Y la pregunta que
nos hace esta noche, a cada uno, es la siguiente: ¿Estamos dispuestos
a acogerlo y a aceptarlo, con todos los riesgos que ello comporta para
nuestra tranquilidad?
La
alegría que Jesús nos ofrece es, ciertamente, profunda, inmensa, una alegría
que nada ni nadie puede ofrecernos. Pero esa alegría no es algo fácil.
Aun más, podríamos decir que la alegría de la Navidad es un combate: el
combate de la luz contra las tinieblas, de la libertad contra la opresión,
del amor contra el odio.
El
testimonio de la luz, de la libertad y del amor, debemos darlo con los
hechos, con el compromiso, con las opciones de vida; debemos hacer visible,
concreto y actual, el amor de Dios para todos, sin distinción alguna.
Permítanme una confidencia: las personas que he encontrado a lo largo
de la vida y que me han hablado de la manera más elocuente de Dios, son
aquéllas que jamás me dijeron una palabra acerca de El. Pero toda su vida,
su comportamiento, eran una palabra sobre Dios, una palabra de Dios. Recuerdo
a un sacerdote que tenía muchas dificultades en su ministerio y que habría
tenido muchas razones para estar triste; sin embargo, él no sólo nunca
se quejó, sino que la alegría profunda, valiente, que llenaba su corazón
era para mí una extraordinaria palabra de Dios, el testimonio de alguien
que sabía que, más allá de las pruebas pasajeras, Dios permanece un Dios
que ama y que salva.
Si,
en nuestra vida personal, familiar y social, hay, muchas veces, tensiones
agudas y dolorosas, es porque en lugar de reflejar, como en un espejo,
el amor de Dios por su pueblo, nos convertimos en meras pantallas. En
vez de ser hijos de la luz de Dios, nos comportamos como hijos de las
tinieblas. La Navidad nos invita a mantener encendida la lámpara de Cristo,
la lámpara de su Evangelio; a llevar a la sociedad en que vivimos, aquí
mismo en Catia, la luz de los valores que Dios propone para la salvación
de la persona humana. El Niño del pesebre, Dios hecho hombre, nos obliga
a responder, a un mundo de violencia, con actitudes de paz, de solidaridad,
de fraternidad. Hoy, más que nunca, somos enviados como corderos en medio
de lobos.
Me
duele profundamente el hecho de que hay demasiadas máscaras en torno nuestro.
Y la más peligrosa de todas es la de la disimulación, de la no-verdad.
No se nos dice la verdad a pesar de que todo hombre tiene derecho a ella.
En efecto, el derecho a la verdad forma parte de los derechos humanos.
Además, sólo la verdad puede acercar los corazones, alejar las desconfianzas
de ayer, y preparar el terreno a los nuevos caminos de la justicia y de
la fraternidad.
El
niño del pesebre nos invita también a ser tolerantes. Como representante
del Papa en este país, les ruego que no caigan en la trampa de la confrontación
ni se dejen seducir por las sirenas de la intolerancia y del odio. Pero,
al mismo tiempo, les pido de no conformarse con una situación que no respete
los derechos de las personas, de los ciudadanos, entre los cuales pienso
en particular en el derecho al trabajo. En efecto, resulta inadmisible
que, en un país tan rico como el de Uds., un país verdaderamente bendecido
por Dios, haya tantos desempleados. Situación todavía más inaceptable
si es producto de una discriminación inspirada en razones políticas o
ideológicas de cualquier signo. El mensaje de Navidad nos obliga a actuar
de tal manera que los derechos de la persona humana, creada a la imagen
de Dios, sean siempre respetados, en particular el derecho a una vida
digna. Cuando un padre de familia pierde su trabajo, la dignidad personal
es herida, violada. Esta misma dignidad es menoscabada cuando el derecho
a la seguridad no es respetado y no se hace justicia contra los culpables.
Amemos
a los otros como el Niño del pesebre nos ha enseñado a amar y como El
nos ha amado. Aprendamos a abrirnos los unos a los otros, a respetarnos,
incluso, más allá de las inclinaciones políticas de cada uno. En este
tiempo de Navidad, recordemos que somos responsables de la alegría de
Dios, particularmente en los momentos difíciles que estamos viviendo.
Una alegría exigente, difícil, pero no imposible. No teman, dice el ángel
a los pastores. Abandonemos el miedo y demos razones de la esperanza y
de la alegría que están en nosotros. La alegría de Jesús de Nazareth.
La alegría del niño del pesebre. La alegría de Navidad: Dios con nosotros.
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