Palabras
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
Misa por el Santo Padre,
Caracas, 22 de
octubre de 2003
Ustedes
saben que se compara a la Iglesia con la barca de S. Pedro.
En medio de los acontecimientos
de estos últimos días, he releído, en el capítulo 27 de los Hechos, las
peripecias del viaje de Pablo cuando iba hacia Roma. Llegó un momento
en el que las condiciones meteorológicas se hicieron tan adversas que
el saber manejar los instrumentos de navegación no era suficiente. En
efecto, él afirma: «habíamos perdido ya toda esperanza de salvarnos».
Esta es la gran lección de la fiesta
que estamos celebrando. En esta noche santa no hay lugar para la tristeza,
el desaliento o la desesperanza. Nuestra invitación a la alegría
es como un mandamiento. Estamos obligados a la alegría de la Navidad.
En cierto sentido,
nuestra sociedad se asemeja a una barca sacudida por la furia de un mar
desencadenado. Y la misma pregunta se nos impone a cada uno: ¿qué vamos
a hacer? ¿Perderemos nuestra fe, nuestras convicciones, nuestros puntos
de referencia, el timón de nuestra vida, nuestros sueños, nuestras razones
para esperar? ¿Cómo redescubrir en medio de esta tempestad las boyas que
nos aseguren una ruta navegable? ¿Qué tenemos que arrojar al mar para
encontrar de nuevo lo que Pablo llama una «paz interior», basada en la
esperanza?
Es importante para nosotros, hoy
en día, que unos y otros podamos reafirmar nuestros puntos de referencia.
Estos puntos de referencia no son una mera palabra que anuncia un mundo
mejor, o, para retomar la imagen de la barca, un puerto pacífico y placentero.
No. Nosotros tenemos, unos y otros, la voluntad de vivir un sueño fraterno
alrededor del pan y del vino con Aquel que no ha temido enfrentar todas
las tempestades.
La tempestad nos permite purificar
las ilusiones y poner cada cosa en su justo lugar, a fin de que no caigamos
en falsos compromisos. Juan Pablo II no ha cesado de recordarlo: el valor
esencial es la persona humana creada a imagen de Dios, varón y mujer.
He aquí el orden de prioridades que constituye el elemento básico de una
exigencia, de nuestro combate. Esta batalla no está ganada de antemano.
¡Cuántos discursos, cuántas estrategias, cuántas supuestas buenas razones
convierten el medio en fin y tergiversan el orden justo y la prioridad
de las cosas! El episodio de la tempestad nos llama a la vigilancia. Estoy
convencido de que, hoy, una de las misiones de la Iglesia católica en
Venezuela, es precisamente ser ámbito de vigilancia y de conciencia crítica
con toda forma de distorsión de prioridades.
El pasado 16 de octubre, día aniversario
de la elección de Juan Pablo II, el Cardenal Ratzinger, decano del Sacro
Colegio, recordaba que, durante estos 25 años, el Santo Padre no sólo
ha viajado incansablemente por el mundo, llevando a todos el evangelio
del amor de Dios, sino que también ha atravesado los continentes del espíritu,
con frecuencia alejados el uno del otro e incluso contrapuestos el uno
al otro, para hacernos prójimos de los extranjeros, amigos de los lejanos,
y asegurar, en el mundo, espacios para la paz.
Qué hermoso programa, hoy día, para
nosotros, creyentes venezolanos, insertos en una sociedad dramáticamente
afectada por incomprensiones, tensiones, rivalidades; una sociedad donde,
peligrosamente, la intolerancia está ganando demasiado terreno! Sigamos
el ejemplo de Juan Pablo II y, a través de la perseverancia en nuestra
oración y la valentía de nuestras acciones, intentemos derrumbar los muros
de la intransigencia y del odio, y dar espacio a la paz de Dios.
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