Palabras
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
pronunciadas con motivo de la
Ordenación Episcopal y toma de posesión del
Excmo. Monseñor Enrique Pérez Lavado
Obispo de Maturín
(Maturín, 31 de octubre de 2003)
Alegrémonos
En este momento, cuando la diócesis de Maturín acoge a su nuevo obispo,
me parece oportuno responder a una pregunta: ¿Por qué Uds. han tenido
que esperar casi año y medio el nombramiento de su obispo? La respuesta
es tanto más oportuna, cuanto Uds. podrían imaginarse que el Nuncio no
ha trabajado suficientemente o que se ha tomado largas vacaciones o, sencillamente,
que se había olvidado de Uds.
Durante
estos largos meses de espera, mi único consuelo al respecto ha sido el
siguiente: la diócesis de Maturín se encontraba en las manos experimentadas
de un buen administrador. Pero, también él, con insistencia caritativa,
me preguntaba: ¿cuándo sale el nombramiento del nuevo obispo?
Creo que la respuesta se halla en un refrán de la sabiduría popular: el
hombre propone y Dios dispone. Cuando Mons. Padrón fue trasladado a Cumaná,
el 27 de marzo de 2002, empecé inmediatamente la consulta. Nunca habría
imaginado que el Sacerdote Enrique Pérez sería el próximo obispo de Maturín.
No sabría explicarles cómo la Providencia - o más específicamente el Espíritu
Santo - se ha infiltrado en este complicado circuito del nombramiento,
pero sí les aseguro, manteniendo el debido secreto, que su nuevo obispo
viene a Uds. sólo y únicamente en el nombre del Señor y así, estoy seguro,
lo van a recibir.
Ahora bien, lo que la Providencia ha hecho
por Maturín, a través de la milagrosa infiltración, puede hacerlo también
por Venezuela. Nos libraríamos así de las incertidumbres en las que nos
sentimos envueltos y, de esta manera, nos sería posible alcanzar caminos
de reconciliación y solidaridad. Evidentemente, no sabemos cuándo y cómo
llegará esta liberación, pero sí sabemos que Dios tiene la voluntad de
salvarnos. A veces me pregunto si para muchos creyentes venezolanos, hoy
día, la cuestión no es tanto saber si Dios existe, cuanto si El está cerca
de nosotros y es capaz de liberarnos.
No dudemos de la cercanía del Dios de la
Alianza. El orden del mundo no es un orden anónimo y frío. El mismo expresa
la voluntad afectuosa, la atención personal que Dios sigue aportando a
su creación. Con el Salmista, nosotros repetimos cada día: «el Señor es
mi pastor, nada me falta» (Sal 23).
La alianza definitiva que Dios ha sellado
con su pueblo debe librarnos del miedo. El miedoso no logra nada. De hecho,
Jesús nos advierte: "Por mucho que uno se preocupe, ¿cómo podrá prolongar
su vida ni siquiera en una hora? (Mt 6,27). No caigamos en la trampa del
miedo. El nunca construye, siempre destruye. Santa Teresa de Ávila decía
que a Dios le gustan los valientes.
Evidentemente, eso no significa que no
experimentemos el fracaso. No. La Biblia nos alerta contra esta ilusión.
Grandes figuras del Antiguo Testamento han vivido y conocido el fracaso
en el marco de su misión : Moisés no pudo entrar en la Tierra Prometida;
David no llegó a construir el Templo que él deseaba edificar para su Señor;
Salomón dejó a su hijo un Reino dividido. Lo que debemos evitar a toda
costa es que los fracasos debiliten nuestras energías, quiebren nuestra
voluntad y nuestra determinación de luchar por un mundo mejor.
Para superar la trampa del miedo y del
desaliento, disponemos de un recurso formidable: la fuerza de la oración.
Es precisamente en los momentos difíciles cuando debemos orar con entusiasmo
y perseverancia. Un Padre de la Iglesia decía que a Dios le gusta sentirse
cansado por las oraciones de los hombres.
La oración es indispensable para no caer
en la tentación del miedo y del desaliento. Ceder al miedo es señal de
que uno no reza, es decir, de que uno no se deja conducir por el Espíritu
de Dios.
Además, la oración es indispensable si
queremos ser felices. La felicidad no consiste en tener una cuenta bancaria
de varias cifras ni en ser reconocido por los grandes de este mundo. La
felicidad consiste en ser simplemente lo que se es, sin necesidad de trampas
o apariencias. Me parece oportuno recordarles una Bienaventuranza: «Felices
los puros de corazón», dice Jesús. La pureza es la simplicidad, es no
tener necesidad de comportarse como «agente doble». En efecto, la pureza
consiste en no servir a dos amos: a la billetera y al propio ideal. Nuestra
felicidad, nuestro honor de creyentes, de ciudadanos creyentes, hoy en
día, pasa por la fidelidad a nuestras convicciones, a las exigencias de
nuestra fe. No traicionemos lo que hay de más verdadero y sólido en nosotros!
No nos dejemos comprar nuestras conciencias, porque la conciencia no es
una mercancía que está a la venta. Ella pertenece a Dios y nosotros somos
responsables ante El.
Confiemos nuestra historia, tanto nacional
como personal, al Dios que salva. Sigamos siéndole fieles. El camino de
la fidelidad no es fácil, especialmente en este país que está atravesando
una crisis de valores sin precedentes. No permitamos que nadie adultere
nuestros ejes de referencia: el amor y el respeto al prójimo, también
y sobre todo, cuando no piensa como nosotros. En estos últimos días, he
recordado a menudo el mandamiento de Jesús, que nos exige amar a nuestros
enemigos. Pero también me ha venido a la memoria el comentario que hace
S. Agustín de esta frase sorprendente de Jesús: el Señor no nos pide amar
a nuestros enemigos, porque son nuestros enemigos, sino para que se conviertan
en hermanos nuestros.
Señor Jesús, Tú que elegiste apóstoles
débiles, infunde Tu fuerza en nosotros. Haznos valientes en la fe y por
la fe, para que también nosotros podamos dar ánimo a aquellos sumidos
en el desaliento.
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