homilías del Nuncio

Homilía del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
con ocasión de la Elevación
a Santuario Diocesano
del templo parroquial San Buenaventura

(Ejido, Estado Mérida, 14 de julio de 2004)

El acontecimiento que estamos celebrando, en torno al Señor Arzobispo y a su obispo auxiliar, presenta un aspecto un poco excepcional. En efecto, son pocos los templos elevados a santuarios diocesanos. Les confieso que nunca en mi vida de sacerdote y de obispo, he tenido la oportunidad de participar en semejante ceremonia. Por lo tanto estoy particularmente agradecido al Rev. Padre Salas y a Su Excelencia Mons. Porras por haberme invitado esta mañana.

Permítanme contarles una breve historia que tuvo lugar en el corazón de África del Sur, cerca de las cataratas de Victoria. Allí habitaba una tribu llamada de los Batonga. Era un pueblo de agricultores, pacíficos y a la vez valientes, como son los andinos.

Lamentablemente, los vecinos de los Batonga no compartían su amor por la paz; eran belicosos y tenían la mala costumbre de realizar incursiones devastadoras en el territorio de los Batonga. Cuando se daba la señal de alerta, y sabiendo que toda resistencia era inútil, los Batonga huían.

Ahora bien, en su fuga - y esta es la razón por la que les estoy contando hoy esta historia - los Batonga llevaban un solo y sorprendente equipaje: algunos granos de maíz que escondían entre sus cabellos. Este pueblo de valientes agricultores llevaba consigo la semilla, unas preciosas semillas para rehacer su mundo, para poder enfrentar el mañana.

En este día en que su iglesia parroquial se convierte en santuario diocesano, es oportuno recordar nuestra responsabilidad de creyentes, y más específicamente aún, que para un sembrador no hay nada más precioso que su semilla. El pasaje que acabamos de proclamar en el Evangelio tiene como título: la parábola del sembrador. De hecho, es del sembrador de quien habla el evangelista; del maestro de la semilla, del maestro de la palabra. Un maestro en quien se hacen manifiestas las cualidades de humildad y dulzura.

La humildad: esta es la primera cualidad del sembrador. Es la humildad de aquél que sabe que está al servicio de la semilla. Porque – como Uds., gente del campo, lo saben perfectamente - lo que cuenta, ante todo, es que la semilla nazca, crezca y dé fruto abundante.

El sembrador es quien se expone a muchos riesgos: el de sembrar sin saber lo que va a suceder con su semilla. El siembra gratuitamente, pensando que el terreno es bueno y está bien preparado. El no decide si tal o cual terreno merece o no la semilla. En pocas palabras, su humildad lo hace optimista; es siempre una persona llena de esperanza.

Recordemos que, en el momento de proclamar esta parábola, Jesús habría tenido todas las razones del mundo para desalentarse. En efecto, había chocado con la obstinación de los escribas y fariseos. Había visto cómo gente entusiasta lo había abandonado; había experimentado las reticencias de los discípulos de Juan Bautista y sufrido la indiferencia de algunas ciudades. Sí, de verdad, el sembrador habría tenido muchas razones para escoger el terreno o quedarse en su casa en lugar de exponerse al riesgo del fracaso.

Ahora bien, a pesar de todo, el sembrador salió a sembrar. El sembrador nunca pierde la confianza, ama contra viento y marea. Siembra abundantemente por todos los caminos. No se desanima porque sabe que, en el fondo, nada escapa a los ojos de Dios. A quien le decía: yo no creo en Dios, el famoso padre Pío respondía: pero Dios cree en ti. Y porque Dios cree en nosotros, no hay una vida perdida. No hay llantos sin esperanza.

No solamente Dios cree en nosotros, sino que El mismo vive en cada persona humana. Dios espera que lo reconozcamos para que pueda ayudarnos a crecer.

El sembrador salió a sembrar. En la parábola, Cristo es el sembrador. Pero nosotros igualmente, somos Cristo para los demás. "Nosotros no solamente hemos sido hechos cristianos, decía San Agustín, sino que hemos sido hechos Cristo». Hemos sido hechos Cristo para llevar a los otros su presencia y su luz.

¡Qué responsabilidad! A través de nosotros, los demás son invitados a descubrir a Cristo. Un Cristo al que no podrían amar, si nosotros no les presentamos su rostro amable. Hay tantos hombres y mujeres dispuestos a creer en él, a seguirlo, llenos de alegría y esperanza, a condición de que se les presente al verdadero Jesús, el Jesús dulce y misericordioso y no tanto el Jesús teórico, triste como una ley que carece de amor.

No sé cuántos de los aquí presentes han participado en la eucaristía del pasado domingo. Pero sí estoy seguro de que la gran mayoría de Uds. conoce bien la parábola que nos proponía la liturgia, la del buen Samaritano. Se ha dicho que es la parábola más anticlerical de todo el Evangelio, porque los funcionarios del Templo y profesionales de la religión reciben una dura lección de parte de Jesús. Ante el espectáculo de un hombre gravemente herido por unos bandidos, los dos religiosos muestran una grave falta de compasión. Su responsabilidad es tan grande como su culpa, porque negando su asistencia, participan en la posible muerte de un inocente y deshonran su profesión, su ley y a su Dios.

Afortunadamente, el desconocido asaltado y maltrecho recibe los cuidados de un extranjero, ¡y de qué extranjero! nada menos que de un samaritano, es decir uno de aquellos a quienes los judíos consideraban con desprecio y odio. En tiempos de Jesús, cuando se quería decir que alguien no poseía valor alguno, se le llamaba samaritano.

Uds. comprenden fácilmente la audacia de Jesús al contar esta parábola, y también la sorpresa de sus oyentes. Audacia y sorpresa bien encarnadas en la respuesta del doctor de la ley cuando Jesús le preguntó : «¿cuál de los tres, te parece, fue el prójimo del hombre que cayó en manos de los bandidos? » El no se atrevió a responder: el samaritano. Prefirió decir: « aquel que tuvo entrañas de misericordia».

¡Cuántos heridos hemos encontrado y seguimos encontrando en el camino de nuestra vida cotidiana! Heridos ciertamente en lo físico, pero también y sobre todo, heridos social, humana y espiritualmente. Heridos por la pobreza, por la marginalidad, por la inseguridad, por las incomprensiones, por los insultos. ¡Hay tantos, en estos días, en Venezuela!

Es urgente que cada uno de nosotros nos dejemos conmover hasta las entrañas por la desgracia de nuestros hermanos y hermanas. El samaritano no ayudó al herido por complacer a Dios ni por ganar mérito alguno. Simplemente actuó como un hombre que siente la responsabilidad de asistir a su semejante. Hizo a este herido lo que le gustaría que le hicieran a él en circunstancias similares. Esto es lo que hoy día el Señor nos pide en Venezuela: que allí donde estemos, aprendamos a abrir los ojos, nos dejemos sacudir hasta lo más profundo por la miseria de los demás y actuemos a favor de la dignidad de todo ser humano.

El samaritano se comportó como un hombre libre, es decir, como alguien que se sitúa por encima de los prejuicios; un hombre libre de moralismos, de esos pretextos de los cuales fácilmente nos servimos para juzgar a los demás o para dispensarnos de prestarles ayuda. Independientemente de nuestras convicciones religiosas y políticas, todos somos hijos e hijas del mismo Dios. No caigamos en la distinción superficial entre buenos y malos. La frontera entre ellos no equivale a la de dos grupos, sino que pasa por el corazón mismo de cada ser humano. No caigamos en la tentación de la venganza, del ojo por ojo y diente por diente. No respondamos a la mentira con otra mentira, ni al insulto con otro insulto. Sigan el ejemplo de su arzobispo, el cual, a pesar de las críticas y ofensas sistemáticas contra su persona, evita toda palabra hiriente hacia los que se obstinan en considerarlo como un adversario o incluso un enemigo. Permítanme recordarles que si, como pastor de esta iglesia diocesana, él es responsable de Uds. ante Dios, también Uds. como miembros de esta familia que es la Iglesia, y como venezolanos, son responsables ante el Señor, del presente y del futuro de su obispo.

Lo que el Señor nos pide en este momento preciso de la historia de nuestro país, es que amemos sin discriminaciones. Si el amor a los unos nos quita el amor a los otros, eso significa que ese amor no viene de Dios.

No digamos nunca que una persona, sea quien sea, es inhumana. No la consideremos nunca como leproso o pestilente. No huyamos nunca ante las heridas de los otros, por miedo o indiferencia. Que toda herida nos coloque ante las nuestras, porque todos nosotros, de una u otra forma, estamos heridos y necesitamos de la cercanía y solicitud de los demás para retomar el camino.

Durante esta eucaristía, pidamos al Sembra-dor que nos haga audaces y valientes, que seamos capaces de salir de nosotros mismos, a fin de que, como el buen Samaritano, nos hagamos Cristo para los demás

.

Otras Homilías del Nuncio