Palabras
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
con motivo de la presentación
del libro del Santo Padre:
¡Levantaos! ¡Vamos!
(Caracas, 9 de septiembre de 2004)
Cuando vi, por primera
vez, la edición en castellano del libro del Santo Padre que, por
feliz iniciativa del diario El Nacional, es presentada esta noche, percibí
inmediatamente un “guiño de la Providencia”. Estoy
tanto más convencido de ello cuanto que, si Uds. se fijan bien
en la fotografía de la portada, al guiño de la Providencia
se une la mirada sutilmente cuestionadora del Papa, el cual, apoyado en
su báculo, nos dice: ¡Levantaos! ¡Vamos!
He aquí una
palabra vivificante, y hasta interpelante; la llamada insistente a no
permanecer con los brazos cruzados; una palabra para todos nosotros, para
cada uno de nosotros, hoy día en Venezuela. Palabra tanto más
vivificante cuanto que, quien la pronuncia, ha conocido existencialmente
el precio de la libertad y de la dignidad humana. En la tribuna de las
Naciones Unidas, en 1979, Juan Pablo II se presentaba como alguien que
viene de aquel país, «sobre cuyo cuerpo vivo fue construido
el campo de exterminio de Auschwitz».
¡Levantaos! ¡Vamos!
Esta palabra vivificante
es también una palabra evangélica, la de un Dios que no
quiere que la persona humana sea menospreciada, herida, atropellada en
sus derechos inalienables. Uds. conocen, ciertamente, la famosa frase
de un gran obispo de mi país, San Ireneo de Lyón: La gloria
de Dios es el hombre viviente. Es decir, la felicidad de Dios, su alegría,
es el hombre con la frente alta, el hombre consciente de su dignidad y
dispuesto a defender las libertades fundamentales que dan sentido a su
vida.
¡Levantaos! ¡Vamos!
Esta palabra vivificante
nos invita a la clarividencia y a la valentía. No es un llamado
piadoso a sólo soñar con un mundo mejor, sino más
bien la invitación a tomar realísticamente la exacta medida
de lo que estamos viviendo.
Recuerdo que, hace
muchos años, me impresionó profundamente una frase del Santo
Padre en su carta al clero de la entonces Checoslovaquia, cuando la Iglesia
Católica de aquel país estaba sometida a situaciones particularmente
difíciles. Deseo proponer esta frase a la reflexión de Uds.
y de todos aquellos que, hoy día, en Venezuela, se sienten tristemente
desorientados.
Juan Pablo II invitaba
a los sacerdotes a tener la valentía de asumir la historia, así
como a ser humildes ante los misterios de la Providencia divina. A pesar
de los padecimientos y tragedias de la vida, nadie debe entregarse ni
al desconcierto ni al desaliento. Ciertamente, decía el Papa, nunca
se llega a comprender en plenitud la razón de los acontecimientos
de este mundo, pero, en el fondo, no se trata tanto de comprender como
de amar. Ahora, precisaba Juan Pablo II, es tiempo de preguntarse: ¿Qué
quiere Dios de mí a través de esta situación? Hay
que continuar con valentía el camino del testimonio, aunque las
exigencias del momento lo hagan arduo, difícil y a veces amargo,
pero siempre meritorio..; «los hombres pasan, los acontecimientos
cambian, las épocas evolucionan y, sin embargo, nadie puede separarnos
del amor de Cristo y del amor que, en Cristo, debemos a todos nuestros
hermanos».
¡Levantaos! ¡Vamos!
El Evangelio nos
encomienda responder al desafío prioritario de humanizar nuestro
planeta, respetando esa jerarquía de valores basada en la primacía
de la persona humana. Este desafío se hace más agudo en
momentos de grandes dificul-tades, como los que nos toca vivir en el presente
y como los conoció Karol Wojtyla cuando era arzobispo de Cracovia.
En ellos, le corresponde a la Iglesia ser lugar de reconciliación,
ámbito en el que nadie se sienta excluido, sino más bien
acogido, respetado y amado. Pero le pertenece también - y la Iglesia
polaca nos ha dado tantos ejemplos - ser una atalaya de vigilancia y salvaguarda
contra todas las formas de distorsión de prioridades, cuando se
pretende mancillar en los demás sus derechos a la vida, a la seguridad
y a la esperanza. En este sentido, les invito a leer y meditar lo que
el Papa escribe en su libro, en la página 164: «No se puede
dar la espalda a la verdad, dejar de anunciarla, esconderla, aunque se
trate de una verdad difícil… No hay sitio para compromisos
ni para un oportunista recurso a la diplomacia humana. Hay que dar testimonio
de la verdad, aún al precio de ser perseguido».
Hace varios años,
al término de una visita pastoral en un gran país africano
(Nigeria) y mientras saludaba a la muchedumbre reunida en el aeropuerto,
Juan Pablo II dirigió su última palabra a una persona muy
especial, al niño africano. Encargándole un mensaje de fraternidad,
de amistad y de amor, el Papa hizo alusión a lo que su mamá
le había enseñado cuando él era niño: «Cuanto
quieran que los demás les hagan a Uds., háganselo Uds. a
ellos». Y el Papa concluía: «actuando de este modo,
tendrán más poder que todas las centrales nucleares, porque
tienen el poder de traer la paz y la felicidad al mundo».
Esta conclusión
del Papa – inspirada en la sabiduría popular y bíblica
– la hago mía esta noche. La envío no sólo
al niño venezolano, sino también a cuantos tienen la responsabilidad
del destino de la nación.
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