Palabras
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
pronunciadas en la inauguración de la
LXXXI Asamblea Plenaria de la C.E.V.
(Caracas, 5 de Enero de 2004)
El
pasado 16 de octubre, la Iglesia católica ha celebrado, con serena alegría,
los veinticinco años de pontificado del Papa Juan Pablo II. En esta circunstancia,
creyentes y personas de buena voluntad han rendido homenaje al testimonio
de fe y al decidido compromiso del Papa, en favor de la dignidad y los
derechos de la persona humana. Con ese motivo, el Decano del Colegio cardenalicio
decía que Juan Pablo II no sólo había recorrido el mundo, sino más bien
traspasado los continentes del espíritu, a menudo distantes unos de otros
y contrapuestos entre sí, para acercar a los que estaban lejos y reconciliar
a los que estaban separados.
¡Qué hermoso programa para la Iglesia
Católica, hoy, en Venezuela! En efecto, el compromiso del Papa en pro
de la reconciliación, de la justicia, del respeto a los derechos humanos
y de la paz, nos invita a todos, especialmente a nosotros obispos, a anunciar,
sin miedo, la voluntad de Dios. El nos urge a desempeñar nuestro ministerio
con audacia bíblica, la audacia de la verdad. Debemos realizar la verdad
en su integridad, sin reducirla, sin oscurecerla, sin ofenderla; debemos
hacerla real, afrontando todas las dificultades, tanto las que vengan
de los hombres como las que procedan de las circunstancias.
Con
referencia a esta audacia de la verdad, y apoyándome en las enseñanzas
del Papa, quisiera proponerles algunas reflexiones inspiradas en la actual
situación del mundo y del país.
Ante
todo, debemos asumir que la sociedad padece una grave crisis de autoridad.
En cierto sentido, nuestra situación se asemeja a la que Jesús encontró
en su tiempo: un vacío de autoridad y una proliferación de poderes de
dominio.
Nosotros
somos discípulos de Aquél que fue tentado específicamente por ese poder
de dominio, pero que prefirió la autoridad; somos los discípulos de quien
lo rechazó, para hacer posibles y ciertos la autoridad y el poder como
servicio. Una de las cuestiones que se nos plantean hoy - y que podría
hacerse más aguda en próximas semanas y meses futuros - es la siguiente:
¿cómo ayudar a la sociedad a reconquistar una verdadera autoridad, sin
perderse en las oscuridades del poder dominador? ¿Cómo ayudar al sistema
democrático a que evite desconocer la distinción entre autoridad y poder,
para no correr el riesgo de destruir la primera y de hacer insoportable
el segundo?
Jesús, adelantándose a la Modernidad, nos enseña que autoridad y poder
son diferentes. ¿Por qué la muchedumbre se admiraba de cómo El enseñaba?
Porque, dice el Evangelio, lo hacía con plena autoridad. Jesús, sin dominar,
inspiraba autoridad; los escribas, plenos de poder, habían perdido toda
autoridad.
La autoridad, entre sus atributos, es la confianza que uno inspira en
los demás, y la que los otros le retribuyen. Por ejemplo, los padres sólo
poseen autoridad verdadera en la medida en que los hijos les tienen confianza.
Análogamente, un responsable político sólo goza de autoridad y de auténtico
poder, en la medida misma en que los ciudadanos confían en él. Cuando
pierde la confianza de los ciudadanos, pierde al mismo tiempo la autoridad,
y no le queda sino el dominio y, a veces, sólo la fuerza de la violencia.
Mientras
la autoridad legítima se mide por la unidad que la confianza y la credibilidad
construyen entre las personas, el poder de dominio, por su parte, separa
y llega a dividir en campos opuestos, incluso irreductibles. A tales efectos,
unos se quedan aislados con su poder, otros se quedan en la soledad de
su falta de poder.
De
por sí, el poder como dominio aísla; la verdadera autoridad, jamás. Más
aún, la autoridad atraviesa el abismo de la soledad que el poder ahonda
a su alrededor. Herodes, Pilatos, los sumos sacerdotes, todos eran hombres
de poder dominador: hombres aislados, sin credibilidad y sin convicciones.
¿Acaso podían sospechar que la autoridad es un aprendizaje que se conquista
laboriosamente?
Uno
de los caminos que conducen a la autoridad, y por lo tanto a la confianza,
es el del diálogo político. En base a las enseñanzas de Juan Pablo II,
permítanme resumir algunas de las cualidades de ese verdadero diálogo,
es decir, del diálogo entre todos los ciudadanos y, en particular, entre
las fuerzas políticas
- El verdadero diálogo supone ante todo reciprocidad. La convivencia social
no puede construirse si, unilateralmente, unos prescinden de otros. En
concreto, el bien común de todo un pueblo, en particular de los más pobres,
no puede conseguirse - por más que algunos lo pretendan - a costa del
bienestar de una parte de la sociedad. Existen derechos de personas y
comunidades que debemos respetar absolutamente; hay procedimientos destructivos
- peligrosos para todos - que debemos evitar a todo precio.
-
El verdadero diálogo exige apertura y acogida de los puntos de vista de
todas las partes. Exige que cada una acepte la diferencia y especificidad
de la otra. Cada sector debe tomar conciencia de aquello que lo separa
del otro, asumiéndolo, incluso a riesgo de posibles tensiones, pero sin
caer en un falso compromiso, que renuncia a aquello que reconoce como
verdadero y justo.
- El verdadero diálogo reclama mucha lucidez. Además, él exige firmeza
de convicción, perseverancia y prudencia, ante las innumerables asechanzas
provenientes de aquellos poco dispuestos a concesiones razonables, y que
prefieren retardar o incluso rehuir dicho diálogo, planteando condiciones
que, en último término, lo descalifican o lo hacen imposible.
Juan
Pablo II dijo que el diálogo consiste en hacer del otro un prójimo. Esto
se aplica igualmente al diálogo político. Las diferentes fuerzas y partidos
políticos deben compartir su responsabilidad con la verdad y la justicia,
teniendo siempre en cuenta las exigencias del bien común. Por el contrario,
la voluntad de no ceder para no aparecer débil, la falta de escucha mutua,
la pretensión de ser sólo uno mismo la medida de la justicia, bloquean
el diálogo.
Hermanos
obispos, debemos estar vigilantes ante los intentos de idolatrar proyectos
ideológicos o políticos, globales o nacionales, personales o colectivos.
Es el propio Juan Pablo II quien nos aconseja, porque, según él, la sociedad,
el estado y el poder político pertenecen al ámbito cambiante y siempre
perfectible de este mundo. Las estructuras que las sociedades se dan a
sí mismas, nunca tienen valor definitivo; ellas tampoco pueden ofrecer,
por sí mismas, todos los bienes a los cuales el hombre aspira. Los mesianismos
políticos, dice el Papa, desembocan, muy a menudo, en las peores tiranías
(Alocución ante el Parlamento europeo, 11 de octubre 1988).
Esta advertencia nos obliga a discernir y rechazar, enérgicamente, en
nombre de la dignidad de la persona y del bien común, toda ideología que
absolutice un proyecto histórico que haga de la fuerza la fuente del derecho,
y de la degradación del adversario en enemigo el principio de la acción
política. Tal modo de actuar haría el diálogo político difícil o estéril
y, en el límite, lo reduciría a una pseudo-realidad, a una falsificación.
El Señor Jesús, del cual hemos celebrado recientemente el nacimiento,
nos ha enseñado el modo de escuchar, desear, compartir y hacer por los
demás lo que se quiere para uno mismo. No estamos condenados, ciudadanos
y responsables, autoridades, instituciones y personas, a no entendernos
ni a vivir divididos, como en Babel. Al contrario, en la noche de Navidad,
Dios nos ha confiado la responsabilidad de la paz y de la fraternidad.
Contra viento y marea, seamos sus humildes guardianes.
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