Homilía
del Sr. Nuncio Apostólico
Mons. André Dupuy
en el rito de confirmación
Instituto Cumbres - Caracas
(13 de Junio de 2004)
En esta solemnidad
del Ssmo. Cuerpo y Sangre del Señor Jesús, que es también,
para algunos de Uds., el día de su confirmación, el Evangelio
nos cuenta un hecho que todos nosotros, incluso aquellos que no lo han
abierto desde hace años, conocemos bien: la multiplicación
de los panes.
Durante todo el día,
Jesús había hablado de este mundo nuevo que empezaba a nacer
a su alrededor, mundo de justicia y de ternura, mundo sin lágrimas,
sin hambre, sin violencia. Como siempre, había tocado a los enfermos,
tantos hombres y mujeres, curándoles de sus enfermedades y librándolos
de sus demonios.
Y ahora, mientras
anochece, algunos discípulos le dicen: Maestro, has hablado bien,
pero la gente tiene hambre, no han comido nada desde ayer. Despídelos,
para que vayan a los pueblos a buscar comida. Pero, para sorpresa suya,
Jesús les dice: Denles Uds. de comer.
La reacción
dudosa de los apóstoles a la orden de Jesús -¿cómo
hacemos?, ellos son muchos y no tenemos nada - es una invitación
urgente a reflexionar sobre nuestra a menudo poco cristiana y poco humana
forma de responder a las llamadas del mundo en el que vivimos. ¿Quién,
entre nosotros, no se ha sentido conmovido por esos rostros distorsionados
por la miseria y por el hambre, y después, ha apagado la TV o cerrado
el periódico mientras se dice: qué podemos hacer?
La respuesta a esta
pregunta nos la da el mismo Jesús: lo que les pido, es que compartan
con los otros lo que Uds. tienen.
El episodio que nos
trasmite el evangelio de este domingo es importante. Ha repercutido de
tal manera en los discípulos de Jesús que nos lo han trasmitido
en seis versiones diversas. Ellos habían comprendido que se trataba
de un acontecimiento fundamental, en el que Jesús nos comunica
algo esencial sobre la naturaleza de la fe, de la fe cristia-na: ella
no consiste solamente en confesar la existencia de un Dios creador y salvador,
o en recordar las exigencias de la moral o de la ley natural. Con este
episodio, Jesús nos recuerda, de una forma práctica y existen-cial,
la exigencia de compartir, con los necesitados, lo poco o mucho que tengamos,
es decir no sólo los bienes materiales, sino también nuestro
tiempo y lo más noble que existe en el corazón.
¡He aquí
la caridad cristiana! Es a la vez compasión, solidaridad y responsabili-dad:
para que el hombre sea hombre.
Nos cuesta mucho
comprenderlo hoy día, porque la caridad se ha convertido en una
especie de piedad condescendiente. Nos hemos acostumbrado a dar a los
pobres o a los marginados lo que nos sobra de nuestros alimentos, de nuestros
vestidos, de nuestras cosas inútiles.
Dios es caridad,
no en este sentido caricaturesco, indigno del hombre, sino en el sentido
que es creador, fuente de realización personal, de justicia y de
paz. Su caridad es su amor paternal; El quiere el progreso y la realización
de sus hijos, la armonía y la solidaridad entre los suyos. Porque
cada uno tiene su personalidad y hace su propio camino, Dios sueña
para nosotros un amor que le da sentido a nuestra vida.
Ser caritativos
según el Evangelio es acoger en nuestras vidas, en nuestras mentalidades,
en nuestras reacciones, ese amor de Dios para los otros, es afirmar esta
voluntad de actuar en favor del crecimiento y del desarrollo del otro,
a fin de que descubra la alegría de existir como un ser responsable
y libre.
Pero hoy día,
en una sociedad tan dramáticamente dividida como la nuestra, una
sociedad esclavizada por los efímeros bienes materiales, ¿somos
aun capaces de tener compasión? ¿Sabemos padecer en nosotros
mismos el drama del fracaso de los jóvenes, la angustia de los
desempleados, la soledad de las personas ancianas?
Se nos reprocha un
silencio cómplice. Estemos atentos: nuestra sociedad no puede seguir
adelante locamente, en la inconciencia y en la ignorancia. Cuando la corrupción
se ha convertido en un sistema banal de contratos y negocios, cuando la
exclusión a través del desempleo se convierte en algo normal,
cuando la violencia extiende sus tentáculos mortales, debemos denunciar
valientemente las situaciones que ponen en peligro el futuro mismo de
nuestra sociedad.
Para muchos de nosotros,
ha llegado el atardecer. Se ha oscurecido el horizonte. La luz ha perdido
su fuerza. Muchos caminan desorientados; no saben qué hacer. Algunos,
incluso, se sienten tentados de entregar cuerpo y alma a fabricantes de
milagros que, de una o otra manera, pudieran ayudarlos a salir del laberinto
en el que están atrapados.
Ahora bien, en el
evangelio de hoy ¿qué hace Jesús? Ordena a los apóstoles
que den comida a la muchedumbre. Al hacerlo, Jesús contradice la
lógica demasiado humana de los discípulos. No sólo
eso, sino que les confía una responsabilidad, la de acoger a la
gente que querían enviar a sus casas.
Evidentemente, los
apóstoles no están de acuerdo. Insisten diciendo que apenas
disponen de 5 panes y de 2 peces. Su reacción es normal y nos hace
recordar nuestras propias reacciones, basadas en la creencia que es imposible
compartir siempre con los que tienen necesidad.
Denles Uds. de comer:
Jesús nos invita a intentar lo imposible. Eso me parece importante,
hoy, para nosotros. Somos la comunidad de los discípulos. Tenemos
poco, es verdad, algunos lo han perdido todo, su riqueza y hasta la propia
autoestima. Sin embargo, tenemos lo suficiente para salir al encuentro
de las necesidades de nuestros hermanos.
El milagro que nos
cuenta el Evangelio no reside tanto en la multiplicación de los
panes, sino en compartirlos. No consiste tanto en lo que ha hecho Jesús,
sino en lo que han hecho los discípulos: casi con nada, con poco
pero con el Señor, creyendo en El.
Este evangelio es
fundamental si queremos reflexionar como cristianos ante la grave situación
– económica, social y política - por la que estamos
atravesando. Este evangelio nos invita a creer en lo imposible. Nos recuerda
también que nuestra sociedad no puede cambiar si nosotros no aportamos
nuestra parte de responsabilidad y de esperanza para que cambie efectivamente.
Se cuenta entre los
Chinos que uno de ellos, cierto día, quiso celebrar una gran fiesta
e invitó a que cada uno llevara una botella de vino. En una tinaja;
a la entrada de la sala del banquete, se echaría el vino que cada
uno traía. Cuando el sirviente sacó el vino de la tinaja,
encontró solamente agua. Cada invitado, convencido de que todos
los demás llevarían vino, se creyó dispensado de
hacer lo mismo y trajo agua.
Tenemos hambre de
alegría, de alegría recibida, regalada, compartida. Tenemos
hambre de libertad, hambre de dignidad respetada.
No es Dios quien
crea el mal del hambre, del desempleo, de la injusticia, de la violencia.
Es el pecado quien los crea; es el mal que se apodera de las personas
para conducirlas a las peores perversiones del pensamiento y de la conducta.
En cuanto al resultado, basta con mirar a nuestro alrededor para darnos
cuenta de la corrupción, de la pobreza, de la exclusión.
Las injusticias que más golpean hoy día nuestra sociedad
y nuestra historia son las peores blasfemias contra el Cuerpo y la sangre
de Jesús ofrecidas en alimento.
Si queremos que fructifique en nosotros la llamada del Señor, entonces
capte-mos una invitación tan clara: comprometámonos, intentemos,
más allá de lo imposible, que el culpable sea juzgado, que
el inocente sea puesto en libertad, que el desempleado encuentre trabajo,
que al oprimido se le devuelvan sus derechos. Hoy día se nos pide
que busquemos un suplemento de humanidad.
Nosotros que comulgamos
el Cuerpo de Cristo este día de su solemnidad, nosotros que vamos
a comulgar tal vez mecánicamente, no olvidemos que Jesús
ha muerto por amor, que él ha corrido los riesgos de ser rechazado
y de morir a fin de que el hombre sea un hermano para el hombre. Recordémoslo:
Donde están la caridad y el amor, alli està Dios (Ubi
caritas et amor, Deus ibi est).
Sacúdenos,
Señor, despiértanos, envíanos a nuestros hermanos
y que en el encuentro revivamos la memoria de tu perdón, la confianza
y la alegría compartidas .
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