Homilía
del Sr. Nuncio Apostólico Mons. André Dupuy
(durante la Eucaristía
celebrada por el eterno descanso del Santo Padre Juan Pablo II)
(Caracas, 3 de Abril de 2005)
La paz que el Señor Jesús
resucitado desea a los apóstoles reunidos en el cenáculo,
y pri-sioneros de sus miedos, la desea igualmente a cada uno de nosotros,
en estos momentos de dolor y de esperanza. La muerte de Juan Pablo II
ha creado un vacío inmenso en el mundo de hoy, un vacío
percibido por todos con la misma sensibilidad, incluso por los no creyentes.
Alguien ha dicho que el Papa, en su agonía, ha dejado en herencia,
también a los ateos, la necesidad de Dios.
En este instante de prueba, permitamos
a Dios que visite nuestras soledades y disipe nuestros temores. En la
vida hay momentos en los que es necesario saber aflojar los recuerdos
que nos atenazan para descubrir que Cristo está ahí, en
una cercanía que ignorábamos, no ya en una vieja evocación
del Catecismo, sino en una presencia de vida que fortifica y renueva.
Aprovechemos esta liturgia dominical, liturgia
pascual, para meditar durante unos momentos. ¡Qué triste
sería si, en el tumulto de nuestras vidas, no oyésemos el
discreto llamado de Cristo en nuestros corazones saciados!
Tomemos el tiempo para reflexionar sobre
una verdad de la cual escapamos y que Job, en el Antiguo Testamento, resumía
en una frase lacónica: “la muerte es la cita de todos los
vivientes”. Hagamos lo que hagamos, no escaparemos a la cita que
ella nos hace. Esto es así desde los primeros días de nuestra
humanidad y hasta hoy.
Ahora bien, si ninguno de nosotros puede
escapar a esa cita; si bien la muerte terminará por alcanzarnos,
como acaba de hacer con Juan Pablo II, sabemos por la fe – y la
liturgia pascual nos lo recuerda a cada momento – que la muerte
no podrá detenernos. En efecto, inmediatamente después de
la cita, el Resucitado de Pascua, presente a nuestro lado en ese inevitable
encuentro, nos llevará a Su Reino. ¿No es acaso este el
testimonio que acaba de darnos el Santo Padre? Un periodista italiano
decía que las horas de agonía del Papa han obligado a la
opinión pública de todo el mundo a comprobar “la visibilidad
de lo invisible”, es decir, a comprender que, en la vida de este
hombre, había algo más que el éxito.
La visibilidad de lo invisible: ser creyente
consiste, precisamente, en hacer visible lo invisible, en dar a la vida
humana visible ese sentido único que le da el invisible. Ser creyente
es dar testimonio de la respuesta que Dios nos acaba de ofrecer en la
fiesta de Pascua: El ha vencido a la muerte y esta victoria es definitiva.
Ser creyente no consiste, como nos lo recuerda
el ejemplo de Tomás, en eliminar las dudas. Debemos tener la inteligencia
de nuestra fe, debemos esforzarnos en comprender lo que creemos. Existen
seres humanos que dudan honestamente. Ellos son, tal vez, los testigos
dolorosos de la mediocridad con la que vivimos el Evangelio.
La fe pascual es esa fe atormentada, sufrida,
pero finalmente victoriosa, de Tomás. Junto con los apóstoles,
había sido testigo de la vida cotidiana de Jesús, había
escuchado sus enseñanzas y creído en sus milagros, pero
ahora es incapaz de comprender la victoria de Cristo sobre la muerte.
Su fe era más propia del Antiguo que del Nuevo testamento.
Tomás no acepta el testimonio de
la comunidad cristiana. Él exige una prueba personal de la Resurrección
y lo que sorprende, es que el Señor Jesús acepta someterse
a sus exigencias. Pero lo hace dentro de la comunidad: cuando los discípulos
están reunidos en el Cenáculo, Jesús invita a Tomás
a descubrirlo como resucitado y a proclamar su fe.
Si la fe es un don de Dios, nunca ha sido
fácil acoger este don. Lo que es cierto para Tomás, lo ha
sido también para todos los apóstoles. No opongamos la obstinación
y la incredulidad de Tomás a la actitud de sus compañeros.
La bienaventuranza pronunciada por Jesús - Dichosos los que
creen sin haber visto - no es como un regaño a Tomás.
Los otros discípulos también han visto primero y después
han creído, han pasado de los signos a la fe.
La experiencia de Tomás es el símbolo
del difícil camino de todo creyente. ¡Cuán cercano,
fraterno, contemporáneo nos parece Tomás! La Resurrección
es difícil de acoger porque ella no entra en el campo de las evidencias.
No hay pruebas de la Resurrección, sino solamente signos hechos
huellas y razones para creer. Y estas razones, tanto ayer como hoy, nos
las da la palabra de los testigos.
La fe en Cristo resucitado nos caracteriza
como creyentes. No seamos de aquellos que ofrecen al mundo el testimonio
del solo amor humano. Debemos también ofrecer al mundo el testimonio
del amor de Dios, el cual, salvando a Jesús de la muerte, nos ha
abierto el camino hacia la vida eterna.
En estos momentos de prueba, les recuerdo
también que ser creyente no nos dispensa del dolor o del llanto,
sino de instalarnos en la tristeza como en una especie de desgracia difusa.
Ser creyente es tener la valentía de escaparnos de ella. Al decirles
esto, pienso en un estudiante de farmacia que curioseaba en la biblioteca
del capellán de la universidad. El sacerdote, un padre dominico,
extrañado por aquella curiosidad, preguntó al joven: ¿qué
busca usted aquí? El estudiante le contestó: estoy buscando
una “pastilla de fervor”, es decir, una medicina para retomar
el camino; una sacudida que libere de la atonía. Cualquiera que
sea la calidad de nuestra fe, todos, en estos momentos, necesitamos de
una pastilla de fervor.
Ser creyente es amar la vida, conservar
el gusto por ella, como Juan Pablo II nos ha dado el ejemplo, él,
el deportista, el viajero incansable durante estos 27 años de Pontificado.
Lo que más nos asusta de la muerte no es ella misma, sino la aceptación
de una derrota, la renuncia a la esperanza.
Concluyamos en oración lo que nuestras
palabras humanas no pueden expresar. Este es nuestro deber y nuestro reconocimiento
a Juan Pablo II.
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