Homilía
del Excmo. Mons. André Dupuy Nuncio Apostólico
ante las Comunidades Europeas
Solemnidad de la Asunción
Abadía de Val-Dieu, Bélgica
15 de Agosto de 2005
Un padre dominico,
predicador de talento, el Padre Bro, cuenta que durante sus conferencias
de Cuaresma en Nuestra Señora de París, tardó tres
años para abordar el misterio de la Virgen María. Sí,
tres años, porque «hay realidades que requieren tiempo,
preparación y silencio».
En el momento de
comentarles la Palabra de Dios en esta solemnidad de la Asunción
de la Virgen, hago mía la reflexión del P. Bro: no es fácil
abordar el misterio de María.
Uds. me dirán
que la Virgen es menos complicada que la Sma. Trinidad. De acuerdo. ¿Por
qué? Porque María no es Dios; es una criatura y, por lo
tanto, muy distante de su Creador. No tener en cuenta esa distancia que
la separa de Dios no ayuda a su glorificación. En el Magnificat
que acabamos de oír ¿acaso no dice ella que “el Señor
ha mirado la humildad de su sierva”? No se puede, pues, hablar de
María si la apartamos de nuestra común humanidad, como si
fuese alguien que no tuviera mucho que ver con nosotros.
María brota
de esa tierra de Israel, cuya esperanza comparte. Es una mujer que, como
todas las mujeres del Antiguo Testamento, como Ana, Judit, Sara o Ester,
suplicaba cada día al Señor. Le pedía que enviase
a Aquél que restauraría todas las cosas y sellaría
para siempre la Nueva Alianza. Rogaba, con su pueblo, para que la humanidad
fuese arrancada del poder de las tinieblas; para que la tierra diera su
fruto.
Pero si María
comparte nuestra humana condición, es también una criatura
de excepción, única, porque es la Madre de Dios. Tal vez
sea aquí donde la tarea se hace más ardua o, en todo caso,
más exigente y acuciante para cada uno de nosotros. Porque si María
es única, si es grande, lo es a causa de la calidad de su fe, de
la respuesta libre, valerosa, audaz que ha dado a la propuesta de Su Creador.
“Dichosa la
que ha creído”, dijo Isabel al acoger a María. Esta
bienaventuranza nos recuerda que la Madre de Jesús debió
crecer en la fe. Ella que, desde el día de la Anunciación,
había dado un “sí” sin reserva a Dios, dio nuevos
pasos en la fe, en Belén, en Caná, en el Calvario, en el
Cenáculo. No imaginemos su vida interior como una vida inmóvil,
muy por encima de nosotros. María creció en la fe, porque
se dejó llevar siempre más adelante en el amor de su Hijo
por el Padre. Juan Pablo II decía que María no había
creído solamente una vez, sino que “ha creído todos
los días”. Cada día ha repetido este “sí”
que había dado al Ángel.
Hoy es la fe de María
la que celebramos. La Asunción “es la revelación de
una cierta manera de tomar su destino en mano”. La Asunción
es la prueba de que toda irrupción de Dios en una historia humana
produce una distensión progresiva de los límites, para que
Él ocupe el lugar que le corresponde.
María tuvo
el valor de dejar que Dios habitase en Ella y, a causa de esto, fue elevada
en cuerpo y alma a la gloria del cielo. María ha tenido el valor
de dejarse modelar y moldear por el Espíritu de Dios. Tuvo la audacia
de decir “sí” sin poder medir todas las consecuencias
que, desde la fe, este “sí” supondría en su
vida de mujer y de madre. Se mantuvo firme hasta el final, desde el pesebre
hasta la cruz. Exenta quedó María de la desesperación
de la Magdalena cuando le fue quitado el cuerpo de su Señor. Algunos
consideran, incluso, que en la mañana de Pascua no tuvo necesidad
de ir al sepulcro. Entró directamente en el misterio pascual. Manifestó
una fe tan inquebrantable, infatigable, que durante los días que
separaron la Ascensión de Pentecostés, los discípulos
no se alejaron de María. Se había convertido para ellos
en un refugio, en un lugar de fe. “Jamás pecó contra
la luz”, decía el cardenal Newman.
“Dichosa la
que ha creído”. Sí, dichosa porque ha sobrellevado
la prueba de la duda, del tiempo, de la incomprensión, de la renuncia.
No es por casualidad que la Biblia representa el itinerario de la fe como
la ascensión de una montaña: Abraham sube a Morea en compañía
del hijo de su amor. Moisés escala el monte Nebo al final de su
peregrinación terrestre, contemplando desde lejos aquella Tierra
de promisión, en la cual nunca él entrará. El viejo rey
David asciende al monte de los Olivares bajo las burlas y las pedradas
de su pueblo.
¿Cómo
creció María en la fe? Por la meditación de la Palabra
de Dios. María es de la raza de los que buscan a Dios, habitada
por un hambre insaciable de conocer al Padre.
Y nosotros ¿qué
es de nuestro itinerario de fe? ¿Seguimos las huellas de los Reyes
Magos camino de Belén, para adorar al Mesías? ¿Tenemos
acaso un corazón anhelante de Dios? ¿Estamos en busca de
Dios? “Alegría para los corazones que buscan a Dios”,
canta el salmista. Si estamos a menudo tristes, desanimados, heridos por
las dificultades de la vida, ¿no es en definitiva porque no sabemos
“beber con alegría en las fuentes de la salvación”?
(Is. 12, 3, 6)
Por cierto, los tiempos
son difíciles. “La memoria cristiana, en particular la de
los jóvenes, está completamente talada”, confiaba
recientemente el cardenal Danneels en una entrevista publicada con ocasión
de las Jornadas Mundiales de la Juventud. “Los jóvenes se
sienten muy solos, añadía. Ahora bien, un joven cristiano
solo está en peligro de muerte”. Muchos pierden confianza.
Hay una crisis de la esperanza. Unos miedos nos habitan y nos desestabilizan.
El combate de la mujer y del dragón, del cual nos habla el Apocalipsis,
continúa. Es la lucha contra todas las formas que reviste el mal
en nosotros y en el mundo. Combate agotador y nunca acabado.
Acaso muchos de nosotros
estamos experimentando pruebas: problemas de salud, preocupaciones familiares,
incomprensiones y rupturas, reconciliaciones difíciles, separaciones
y duelos. La letanía de nuestras inquietudes sería larga
de enumerar. Pero si creemos que Dios, en Jesús Cristo, camina
con nosotros, si seguimos fieles a la llamada que hemos recibido en la
fe, no podemos desesperar del amor del Señor y de la maternal ternura
de María.
La felicidad de María
no fue una felicidad fácil. Del mismo modo la felicidad de los
que “escuchan la palabra de Dios y la cumplen” no es una felicidad
de pocos vuelos. La fe no ampara contra la prueba, porque Dios no quiso
apartar a los suyos de este mundo. La fe no es un seguro contra la desgracia,
“es la garantía de las cosas que esperamos”, dice la
Epístola a los Hebreos.
Si queremos mantener
firme esta esperanza, una condición me parece indispensable, una
condición difícil, pero necesaria: el amor al silencio.
Cualesquiera que sean nuestra edad y condición social, aprendamos
a atesorar el silencio. ¿Cómo pudo Santa Teresa del Niño
Jesús colaborar tan eficazmente a la obra de redención,
ella que había comprendido la llamada del mundo y oído el
grito de todas las miserias humanas? Refugiándose en el silencio
de Dios. Cada día, en las pantallas de nuestros televisores, vemos
a los grandes de este mundo reunirse, discutir, negociar con más
o menos éxito. No nos engañemos: es a los que han elegido
el silencio de Dios a quienes debemos las mayores transformaciones del
mundo de hoy. He leído recientemente que cuando se excavan los
viejos edificios cistercienses, uno se da cuenta de que sus cimientos
ocultos son de una belleza que nada tiene que envidiar a las piedras que
están a la vista. Así pasa con aquéllas y aquéllos
que han optado por las sombras de los claustros: como los cimientos ocultos,
nada se sabe de ellos, y son ellos, sin embargo, los que constituyen el
fundamento del mundo.
O María, haz
que amemos el silencio de Belén, el silencio de la noche que regenera
y rejuvenece, el silencio de los que han llegado a Ti para adorar el fruto
bendito de tus entrañas.
Danos amar el silencio
maravillado de los pastores y de los Magos ante el misterio de un Dios
que se ha revelado a nosotros en el frágil infante del pesebre.
Un Dios nuevo, tan próximo y tan presente a nuestra vida, que ni
siquiera sabemos verle.
O María, llena
nuestros corazones con el silencio de la alegría, de la verdadera
alegría, esa alegría que sólo Dios puede darnos.
Alegría discreta, que no hace ruido. Alegría del espíritu
y del corazón, tan alejada de las superficiales, exuberantes y
estruendosas. Alegría de la paciencia y de la serenidad.
Ayúdanos a
apreciar las alegrías de hoy como las primicias de la que no tendrá
fin..
|