Homilía
del Excmo. Mons. André Dupuy Nuncio Apostólico
ante la Comunidad Europea
en el Domingo XVII
del Tiempo Ordinario
(Bruselas, Fraternidad Monástica de Jerusalén,
24 de Julio de 2005)
Evangelio: Mt
13, 44-52
¿Uds han
entendido todo esto? preguntó Jesús a sus discípulos.
Aquel día, nos dice San Mateo, respondieron: “Sí”.
Extraño, ¿verdad? Tantas veces las palabras de Jesús
les habían parecido difíciles, misteriosas, incomprensibles.
Y nosotros, hoy,
¿hemos entendido lo que Jesús quiere enseñarnos?
Nosotros que vivimos un tiempo que pone a prueba nuestra fe, un tiempo
marcado por una secularización cada vez más invasora. Ustedes
tienen la triste ocasión de comprobarlo cada domingo, cuando, para
llegar a esta iglesia, se ven obligados de abrirse paso entre los tenderetes
del mercado. Al hacer esta mañana el mismo recorrido que ustedes,
meditaba las palabras de Benedicto XVI, hace exactamente dos meses, en
su homilía ante el Congreso Eucarístico Nacional Italiano
en Bari. El Papa recordaba que en la Antigüedad, el emperador Diocleciano
había prohibido a los cristianos, bajo pena de muerte, que se reunieran
el domingo para celebrar la Eucaristía. Y he aquí, que en
una pequeña ciudad de la actual Túnez, cuarenta y nueve
cristianos fueron sorprendidos mientras asistían clandestinamente
a misa. Detenidos, interrogados, les intimaron a que confesaran por qué
habían transgredido la orden del emperador. ¿Saben Uds.
lo que contestaron? “Sin el domingo, no podemos vivir”. Sin
la Eucaristía, nos faltan las fuerzas para enfrentar las dificultades
cotidianas.
Cuando Jesús
se dirige a los discípulos, a la muchedumbre, les cuenta historias,
muchas historias. Y sin embargo, no habla más que de una sola cosa:
del Reino, de la venida del Reino, del mundo según el corazón
y el deseo de Dios. En su Evangelio, del que acabamos de escuchar una
parte, San Mateo emplea treinta y dos veces el término “Reino
de los cielos”.
Jesús no dice
nunca directamente lo que es este Reino. Toma sus imágenes de la
tierra, del cielo, del mar. Se dirige a pescadores, a labradores, a pequeños
comerciantes y les dice: “El Reino de los cielos es semejante…”.
Semejante a la simiente que está a punto de morir y que reserva
la sorpresa de las mieses; al grano diminuto que se convierte en un hermoso
árbol; a un tesoro escondido en un campo; a una perla preciosa
por la cual se vende cuanto se tiene. Hoy, el discurso en parábolas
termina con una evocación aterradora, tomada del mar. Jesús
ha visto más de cien veces separar los peces después de
la pesca. Ha visto cómo se recogen los buenos en canastas y se
tiran los malos, que no sirven para comer. El Reino, añade Jesús,
es también el juicio, la criba.
¿Han entendido
todo esto? Sí, contestaron los discípulos. ¿Por
qué? Jesús se dirige a un público muy variado: hay
allí pescadores del lago de Tiberíades, gentes que van a
ser los primeros en rebelarse contra Roma, cuarenta años más
tarde. Allí hay un funcionario de impuestos, que trabajaba para
los romanos, un colaborador; hay también un celote, es decir un
resistente, un rebelde. Pero estos seres tan distintos tienen un punto
en común: lo han dejado todo – casa, bienes, instrumentos
de trabajo – para seguir a Jesús. Se han convertido en nómadas,
en vagabundos, en marginales. A Pedro se le dio el apodo de Barjona, es
decir, el que vive al margen de la sociedad. Esta situación, bien
lo imaginan Uds., no dejó de crear problemas familiares: problemas
de dinero, de piedad filial e incluso originó conflictos, hasta
tal punto que la familia de Jesús lo tomó por loco.
Aquellos que siguen
de cerca al profeta de Nazaret, no sólo lo dejaron todo, sino que
helos aquí que recorren, emprenden la marcha por los caminos de
Galilea sin nada, ni siquiera un palo para defenderse. Y en aquellos tiempos
de desempleo, de crisis, cuando los atracadores y los mendigos se multiplicaban,
las rutas eran inseguras. Los monjes esenios lo sabían de sobra,
ellos que, aunque pacifistas, proveían de bastones a sus hermanos
para que se defendieran por el camino.
¿Han entendido
todo esto? Los discípulos no sólo han entendido, sino
que viven concretamente la parábola del jornalero agrícola
y del negociante en perlas. Para ellos también, se produjo un acontecimiento,
un acontecimiento a partir del cual todo lo anterior se derrumbó
y comienza a cobrar otro sentido.
A la inversa del
negociante en perlas, el jornalero no buscaba nada. Lo que le pasó,
ocurrió simplemente, un día ordinario, en pleno trabajo,
en un lugar cualquiera, en un campo sin aura de leyenda. Lo extraordinario
para él es que haya un tesoro en ese campo; más aún
que exista un tesoro en nuestro mundo y que éste sea, por tanto,
calificado por él.
¡Qué
lección para nosotros que estamos tan a menudo en busca de lugares
mágicos, de acontecimientos extraordinarios, de prodigios, de técnicas
refinadas para conseguir, al fin, la felicidad tan deseada!
Lo hermoso de la
parábola es que lo mismo puede sucederle a cualquiera y en cualquier
sitio, como a esos dos hombres caminando hacia Emaüs, que se dan
cuenta de que Jesús está andando con ellos; o como al que
más tarde será el apóstol Pablo, que se topa con
el Resucitado por el camino de Damasco. No sabemos cómo aquello
puede suceder ni por qué. Pero una cosa es cierta: aquello ocurre.
Una cosa es cierta: en nuestro mundo y en nuestra historia, un tesoro
está escondido. ¿Acaso lo buscamos? Y ¿qué
buscamos? ¿A quién buscamos?
El creyente es un
hombre que camina, un hombre que busca, pero también es un hombre
que halla. Recuerden las palabras de Andrés a su hermano Simón-Pedro,
a propósito del encuentro que le había conmovido: “hemos
hallado al Mesías”; y le conduce ante Jesús. Al día
siguiente, es Felipe el que a su vez se encuentra con Jesús y anuncia:
“le hemos hallado”. Este grito del corazón, tanto de
Andrés como de Felipe, revela una espera, una búsqueda profunda,
ardiente. Es el grito, no de unos curiosos, sino de hombres habitados
por el deseo, llevados por la gran esperanza que Juan Bautista había
encendido en ellos. Aquél, al que esperaban y deseaban, por fin
está en medio de ellos.
Su encuentro con
Jesús no ha sido un encuentro de mera socialidad. Cuando él
aparece a la orilla del Jordán, la esperanza mesiánica habitaba
desde mucho tiempo atrás en el corazón de los más
humildes. Estaban esperando al libertador prometido por los profetas.
Estaban esperando al Mesías, como la tierra desecada, quemada por
el sol, espera la lluvia, como el prisionero espera su liberación.
“Le hemos hallado”.
Este grito, que traduce la alegría del hallazgo, expresa, a la
vez, el final de una ardorosa búsqueda y el principio de una aventura
maravillosa. A partir de ahora, saben que el reino de Dios ya ha llegado,
que está en medio de ellos. Este tesoro, esta perla, este reino,
tiene un nombre, un semblante, una mirada.
¿Han entendido
todo esto? El reino de Dios está aquí, en medio de
nosotros. Poseer el campo o la perla resulta de una elección radical.
No hay otro camino. Así es: o se toma, o se deja. Sé que
es una locura, en opinión del mundo, renunciar a todo, renunciar
a lo que se tiene, a lo que se ve, a cambio de lo que no se ve. Sólo
la sabiduría puede procurarnos esta audacia. La misma sabiduría
que Salomón, muy a propósito, pedía a Dios en su
plegaria. Una sabiduría que nos lleva cada vez más lejos,
más allá del desierto de nuestras agitaciones, para hacernos
entrar en la tierra prometida que el Padre reserva a sus hijos.
Al comenzar la homilía
les decía que vivimos un tiempo difícil para la fe. Este
tiempo de prueba ya no permite una simple creencia rutinaria ni una fidelidad
consuetudinaria. El mundo actual no necesita tibios, necesita personas
convencidas y valientes, creyentes seducidos por el Evangelio, capaces
de caminar por un mar cuyas olas asedian peligrosamente nuestras sociedades,
y que tienen por nombre la indiferencia, el disfrute, el libertinaje,
el pesimismo, la desesperanza. Benedicto XVI, en el momento en que los
cardenales se aprestaban a entrar en el cónclave, les advertía
contra la dictadura del relativismo que invade nuestro tiempo.
Sí, nuestra
sociedad necesita creyentes apasionados, hombres y mujeres habitados por
una pasión desbordante, de la cual decía San Agustín
que “aquél que se pierde en ella pierde menos que aquél
que la pierde”.
Señor Jesús,
no viniste a esta tierra “para los superdotados, sino para los maldotados
de la existencia”. Acompáñanos en nuestro difícil
caminar. Danos un corazón que esté siempre a la escucha,
la sabiduría para entender que nuestro mundo no es el campo amurallado
de nuestros combates, de nuestros éxitos y de nuestras derrotas.
Es campo sembrado donde habita el amor de Dios, desde que su cruz fue
plantada en él. Ayúdanos a buscar un solo tesoro, una sola
felicidad, aquél que da sentido a nuestra vida.
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