Homilía
del Sr. Nuncio Apostólico Mons. André Dupuy con ocasión
de la Misa Crismal
(Caracas, 24 de Marzo de 2005)
Una dama piadosa
señalaba, a propósito de un sacerdote, que, al escucharlo,
tenía la impresión de que se predicaba a sí mismo.
Esta observación,
que puede parecer irónica, tiene mucho de verdad. Predicar con
autoridad no significa situarse fuera de la evangelización. Ya
se trate de una catedral o de una modesta capilla, el lugar desde el que
se habla es siempre la «mesa de los pecadores» de la cual
hablaba Santa Teresita del Niño Jesús, y a la cual nos invitaba
a sentarnos junto a ella.
De esa “mesa
de los pecadores” les hablo esta mañana, en esta celebración
tan solemne de la misa crismal. He aceptado la invitación de Mons.
Bermúdez a presidir esta eucaristía, porque me da la oportunidad,
al término de mi misión, de compartir con Uds. unas reflexiones
que, como exigencias cristianas, nos plantea el tiempo presente.
No faltan motivos
de preocupación e incluso de desaliento. Uds. sacerdotes que, en
el marco de su ministerio, reciben tantas confidencias y escuchan tantos
lamentos, conocen bien las tinieblas de la condición humana. En
efecto, no podemos negar el mal, pero en ese laberinto de tinieblas tenemos
ese hilo de Ariadna que es la Palabra de Dios.
La Biblia no es un
cuento de hadas para niños. Lo trágico está presente
en ella, con su peso de sangre y de lágrimas. En los momentos en
que más se necesitaría que Dios hablase, Él guarda
silencio. Durante años, los agentes de desgracias parecen tener
la última palabra.
Les invito a recordar
la historia de José, objeto de una envidia obcecada por parte de
sus hermanos. Este es echado a un pozo vacío y seco, vendido después
como esclavo por 20 monedas de plata, enviado a prisión por una
falsa denuncia de intento de violación. Allí permaneció
ocho años, sin nunca desesperar. Invitado por el Faraón
a interpretar un sueño, salvará del hambre a todo Egipto
y a los países vecinos.
Sus hermanos, que
habían querido matarlo, vienen a él para pedirle ayuda.
José no les guarda rencor por el mal que le han hecho; por el contrario,
los consuela.
¡Cuántas
cosas nos enseña hoy esta historia! Yo se la cuento para recordarles
que José tuvo dos hijos y que cada uno de ellos tenía un
nombre que ilumina nuestro sendero: el primero se llamaba Manasés,
que significa : Dios me ha hecho olvidar todos mis sufrimientos; el segundo
se llamaba Efraín, que quiere decir: Dios me ha hecho fecundo en
el país de mi desgracia (Gen 41, 51-52).
Iluminados y fortalecidos
por la Palabra de Dios, no nos dejemos hipnotizar por el lado oscuro de
la realidad, pues correríamos el riesgo de ignorar el lado luminoso.
La tristeza, el desaliento y la angustia pueden traducirse en huida y
abandono. Pero el Señor está allí, para preservarnos
de las crispaciones amargas de la desconfianza, la duda y la sospecha.
Una primera exigencia
cristiana que nos plantea la situación actual es la siguiente.
Frente a la mirada lúcida que denuncia los males de nuestro tiempo,
se necesita confesar otra mirada aún más lúcida:
la de la ternura de Dios que se hace presente a través del testimonio
humilde y discreto de tantos hermanos y hermanas ; el testimonio de aquellos
gracias a los cuales esta sociedad, en tantos aspectos enferma, es también
una sociedad bendita, cuando el perdón vence al odio, cuando la
verdad pone de manifiesto la mentira, cuando la esperanza triunfa sobre
la desesperación, cuando el amor de la vida se convierte en paz
y fraternidad.
¿Cómo
no citar hoy, en este vigésimo quinto aniversario de su asesinato,
el ejemplo que nos ha dejado Mons. Oscar Arnulfo Romero, Arzobispo mártir
de El Salvador? En 1990, con motivo del décimo aniversario de su
muerte, Juan Pablo II exhortaba a un compromiso renovado para que el amor
triunfe sobre el odio, la unión sobre la división, la justicia
sobre la iniquidad, la verdad sobre la mentira y la trampa. ¿Acaso
no es ésta una llamada actual para todos nosotros, hoy en Venezuela?
Debemos mirar detrás
del telón de las ilusiones. Debemos encontrar la serenidad, más
allá de las preocupaciones. Los acontecimientos externos ocupan
el primer plano, pero para nosotros, creyentes, obispos, sacerdotes y
fieles, la verdadera historia es la historia santa del cuerpo de Cristo
resucitado al tercer día.
Eso me lleva a proponerles
una segunda exigencia que nos impone el tiempo presente, especialmente
el jueves santo: la Eucaristía es el medio de entrar, por la fe,
en el misterio de la Resurrección. "El que come mi carne y
bebe mi sangre tendrá la vida eterna". La Eucaristía
es como una traducción concreta, lenta, de la Resurrección.
Aparentemente no cambia nada en la vida cotidiana. Pero en lo secreto
lo cambia todo: "cada tabernáculo, dice Maritain, es la puerta
del cielo abierta sobre la tierra ".
Nosotros, que la
celebramos cada día, debemos esmerarnos en hacerlo como seres humanos
que tienen verdaderamente hambre de Dios, cuando el deseo de la vida en
Dios guía toda nuestra historia. Recordemos la palabra de Gabriel
en la visión de Daniel : "Yo he venido a ti porque eres un
hombre que tiene deseo de Dios” (Dn 9,23). Si queremos conservar,
en los momentos difíciles de la historia, la serenidad, la confianza,
y hasta la alegría, es indispensable mantener en nosotros el profundo
deseo de Dios. ¿Qué tenían en común la Samaritana,
la pecadora, Natanael, la muchedumbre de Tiberíades, sino el hambre
y la sed de Dios?
Cuando yo estudiaba
en el seminario, un libro del P. Loew gozaba de gran éxito. Su
título era: Como si viera el invisible. Algunos de Uds.
ciertamente lo han leído. ¿Pero recuerdan el subtítulo?
Un retrato del apóstol de hoy. Esa expresión, sacada
de la Carta a los Hebreos (11, 27) expresa bien la cualidad esencial de
nuestro testimonio: guiar a los hombres hacia el invisible. Pero, ¿cómo
guiarlos si uno mismo no tiene puesta la mirada en El?
El nexo profundo
que existe entre la Eucaristía y la Resurrección me induce
a proponerles una tercera exigencia para los tiempos de hoy: la de una
mayor coherencia en nuestra vida de fe. Santa Bernardita Subirous, cuando
le preguntaron si no tenía miedo del ejército de los Prusianos,
que estaba a las puertas de la ciudad de Nevers, en Francia, respondió:
“No”. Entonces, insistieron, “¿a quién
le tiene miedo Ud.?” Y Bernardita les dijo: “solamente tengo
miedo a los malos católicos”.
Nosotros somos malos
católicos si no tenemos coherencia entre lo que predicamos y lo
que vivimos. A pesar de las dificultades presentes, de las tinieblas en
las que nos encontramos, debemos ser testigos de la verdadera alegría
de la fe. Un obispo exhortaba un día a los sacerdotes de su diócesis
a no depender de la lluvia o del buen tiempo. Sea el tiempo gris o luminoso,
agitado o tranquilo, siempre debemos anunciar la Buena Noticia de la salvación.
La alegría
es una gracia, un don del Espíritu (Ga 5, 22). Ella exige valentía,
en particular, la de sacrificar las esperanzas humanas que se imaginan
el mañana a partir del hoy. Un corazón alegre es un corazón
que conserva el recuerdo de los dones recibidos y enfrenta el futuro con
serenidad. En su carta a los sacerdotes para este Jueves Santo, Juan Pablo
II nos invita a fomentar un espíritu de gratitud por tantos dones
recibidos a lo largo de nuestra existencia. “Tenemos ciertamente
nuestras cruces”, escribe el Papa “enfermo entre los enfermos”,
“pero los dones recibidos son tan grandes que no podemos dejar de
cantar desde lo más profundo del corazón nuestro Magnificat”.
No seamos de esos
cristianos tibios que buscan en la Iglesia un refugio contra los peligros
del mundo. Ciertamente tenemos bastantes motivos para estar cansados o
decepcionados por las dificultades del ministerio pastoral o por los resultados
que obtenemos. La misión es tan dura, la cosecha tan escasa, que
dejamos que Dios actúe, mientras esperamos que algo suceda.
Gran parte de nuestro
cansancio proviene de la pérdida de resistencia espiritual. Cuando
somos débiles, cuando ya no tenemos más aguante espiritual,
entonces estamos expuestos a los virus de la melancolía y del pesimismo.
Conviértete
en aquello que recibes, escribía San Agustín. Se lo
recuerdo en esta fiesta de la Eucaristía, a la que Juan Pablo II
llama “escuela permanente de caridad, de justicia y de paz”.
Conviértete
en aquello que recibes. Hoy día, más que nunca, estamos
llamados a proclamar, promover, defender valientemente la paz contra todas
las amenazas y todas las desviaciones. A esto nos invita el único
pan que nos convierte en compañeros de viaje, y el único
cáliz que nos pone en comunión con el Padre, para crear
la comunión entre todos los hombres y mujeres.
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