Homilía
del Excmo. Mons. André Dupuy Nuncio Apostólico
ante la Comunidad Europea
Solemnidad de Todos Los Santos
(1º de Noviembre de 2005)
Cierta mañana de la Fiesta de Todos
los Santos, una periodista llamó por teléfono a un cura
de parroquia. Quería solicitarle algunos datos, en previsión
de una intervención que le tocaba hacer por la radio, acerca del
sentido de la fiesta que hoy celebramos, a la que ella llamaba, la Fiesta
de los Difuntos. Esta periodista quedó desconcertada cuando el
cura le explicó que, para los cristianos, la Fiesta de Todos los
Santos no era la de los difuntos, sino la de los vivos para siempre.
La Fiesta de Todos los santos no es la
fiesta de la tristeza, sino la de la dicha, de la vida; una de las grandes
festividades de la esperanza, junto con Navidad, Pascua y Pentecostés.
Esta mañana, al invitarles a celebrar
la felicidad de los Santos, quisiera recordarles que ser santo es ser
dichoso. Esta es la santidad a la que Cristo nos llama, porque quiere
que seamos felices y que lo seamos eternamente. . Ahora bien: ¿cómo
llegar a ser santo, cómo andar en busca de esta felicidad en el
mundo actual? ¿Cómo acoger a Dios en nuestras vidas, cuando,
en nuestro alrededor, más y más personas, amigos y allegados,
viven como si Dios no existiera o, al menos, como si hubiese perdido toda
importancia?
Busquemos la respuesta en esta página
de Evangelio que abre el sermón pronunciado por Jesús en
la montaña.
Las Bienaventuranzas son una especie de
retrato del hombre feliz, del hombre colmado, del hombre bendito. Por
cierto, en primera instancia, este retrato no es el de Uds., ni el mío,
ni siquiera el de todos los santos que celebramos hoy. El retrato que
Mateo nos dibuja aquí, es el retrato del Santo por excelencia,
del único verdaderamente santo, Jesucristo. En una de sus encíclicas,
Juan Pablo II decía que las Bienaventuranzas son como el “autorretrato
de Cristo”.
El pobre por excelencia es Él. Él,
a pesar de ser dueño del cielo y de la tierra, ha sido obediente
hasta la muerte, y la muerte en una cruz.
Él es el manso y humilde de corazón, el misericordioso,
el de corazón puro, el pacífico, el que tiene hambre y sed
de justicia, el que padece persecución.
Podríamos decir que, contemplando a Jesús, no hay más
que una bienaventuranza, en la que se resumen todas las demás:
¡Dichosos los que los que aman, los que lo hacen verdaderamente,
los que aman hasta el final. Estos serán colmados de felicidad.
En su estela, hay todos aquellos bienaventurados, los santos grandes y
pequeños, los conocidos y los desconocidos, los reconocidos o ignorados,
que pueblan nuestra historia. Los santos anónimos, los que no están
registrados y cuyo secreto amor sólo es conocido por Dios. Por
ejemplo, acaso tal abuelo o abuela que veló por nuestra infancia
y que, más allá de la muerte, sigue cuidándonos.
Los santos no son ídolos, sino modelos;
son hombres y mujeres que, de una u otra forma, supieron encontrar el
tiempo para contemplar a Aquél cuyo retrato resaltan las Bienaventuranzas:
Jesucristo. Ellos lo tomaron como modelo y se dejaron moldear por Él.
De ahí que, a través de ellos, podamos identificar la huella
de la dicha divina, de ésa que Dios nos invita a compartir.
Claro está que esa dicha que Dios
nos promete, requiere ciertas condiciones, especialmente una que, desgraciadamente,
hoy no está muy de moda: el amor al silencio. El silencio no es
una consigna ni una disciplina que uno se impone. El silencio es alguien
a quien se mira, en quien se vive. Es imposible descubrir la proximidad
de Dios en nuestra vida, si no aceptamos el silencio. Uno queda admirado,
en los monasterios, por la densidad y calidad de ese silencio. ¡
Allí se tiene la impresión de que el silencio está
personificado, que es una vivencia y que la liturgia surge como el himno
del silencio!
Creo que si queremos preservar nuestro
equilibrio, si queremos ser en el mundo fermento de una paz cristiana,
tenemos que aprender – o volver a aprender – a amar el silencio.
Si queremos ser felices, busquemos la felicidad junto a Aquél que
es su fuente; hagamos tiempo para contemplar a Cristo, largamente, pacientemente.
Dicha contemplación sólo puede realizarse en el silencio,
el cual hace posible la oración.
¿Por qué la oración
se nos ha hecho tan difícil? Porque vivimos asomados a un balcón,
allí donde nos llega todo el bullicio de la ciudad y del mundo,
allí donde no establecemos sino relaciones furtivas, de curiosidad.¡Cuántas
veces no hemos estado tentados de decir: no sé rezar; ya no sé
rezar!
Al respecto, permítanme que les relate este viejísimo cuento
judío de un anciano que rezaba fervorosamente. El rabino, impresionado
por la piedad del anciano, se le acerca, para tratar de comprender el
secreto de su piedad. Y, sorpresa, se da cuenta de que el anciano estaba
recitando el alfabeto. Entonces, con tono de reproche, le pregunta: “¿qué
estás diciendo?”. A lo que el anciano contestó: “ya
ves, rabí, yo soy pobre, no tengo mucha instrucción y no
quiero disgustar a mi Creador. Por lo tanto, le ofrezco las letras del
alfabeto, para que las use y él mismo componga la oración
que le gustaría oir”.
¡Qué asombrosa oración
aquella! ¡Y qué afortunado regalo para los días de
cansancio y para los verdaderos momentos de abandono!
En esta Fiesta de Todos los Santos y en
vísperas del Día de los Difuntos, mientras muchos de Uds.
irán al cementerio para depositar una flor ante una tumba y rezar
por un difunto, recuerden que Dios nos llama a la felicidad, a la auténtica
felicidad. Recuerden que ésta nunca se nos da de inmediato; se
fracciona en una multitud de alegrías provisionales y parciales.
Debemos aprender a vivir con esas minúsculas alegrías.
Una de las claves de la felicidad consiste
en hacer del tiempo un amigo. La paciencia, el arte de la espera, es una
cualidad bíblica. Dejemos que el tiempo haga su obra, tan necesario
para que todo fruto madure en nosotros.
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