homilías del Nuncio

Homilía del Excmo. Mons. André Dupuy
Nuncio Apostólico
ante la Comunidad Europea

Homilía en la Fiesta de San José
Carmelo de Bruselas, 20 de marzo de 2006

Hace unos meses, exactamente el 18 de diciembre de 2005, durante la oración dominical del Ángelus, el Papa Benedicto XVI dirigió a los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro un llamado que atrajo mi atención: ¡Dejémonos invadir por el silencio de San José!.

Puesto que estamos reunidos en un lugar que es, por excelencia, un lugar de silencio y de oración, para celebrar a San José, patrono de este monasterio – y también, ¿debo recordarlo? patrono de nuestro Papa – permítanme que proponga a su meditación esta palabra de Benedicto XVI: "Dejémonos invadir por el silencio de San José”.

Hoy en día el silencio causa temor. Se vive bajo el condicionamiento de ruido. Un buen día, una señora quiso hacer una experiencia de recogimiento en un monasterio. Al día siguiente de su llegada, tomando el desayuno, confió al predicador que no podía, desgraciadamente, quedarse en esa casa. El sacerdote se inquietó, y le preguntó si, por casualidad, había visto fantasmas o si había tenido apariciones. Y la señora le respondió: “No, pero aquí es espantoso, no se oye ningún ruido por la noche”. Esta señora estaba tan acostumbrada al ruido de los autos, que oía desde su casa, que el silencio la desvelaba. Cuando se vive en una gran ciudad, podríamos pensar que se necesita, más que en otras partes, volver continuamente al silencio, para preservar un poco de equilibrio interior.

El silencio, en efecto, es un tesoro. Es precioso volver a encontrarlo, ir cada día al encuentro de la Fuente Eterna. En Bruselas, en el marco de la UE, en Nueva York, en Ginebra o en Viena, en el ámbito de las Naciones Unidas, vemos a los “grandes de este mundo”, congregarse, discutir, negociar con más o menos éxito, y, sin embargo, cosa extraña, es a los que han optado por el silencio, es decir por el reencuentro con la Fuente Eterna, a los que debemos las mayores transformaciones del mundo de hoy. ¿A qué debe Santa Teresa del Niño Jesús su grandeza? Al hecho de que dio su vida, escondiéndose en el silencio de Dios. Había oído la llamada del mundo, había escuchado el grito de todas las angustias humanas, y, por ello, decidió colaborar al instauración del Reino de Dios. ¿Cómo? Refugiándose en el silencio de Cristo.

El silencio es creador. Había antaño en Paris, en la calle Monsieur, un monasterio de benedictinas cuya capilla frecuentaban artistas, escritores, gente de teatro. Esta capilla, sin embargo, carecía de interés artístico, no tenía ningún encanto particular. ¿Y saben Uds por qué esos artistas la frecuentaban ? Porque los oficios que allí se celebraban irradiaban silencio. En esa capilla, en ese monasterio, el silencio era alguien. Era una presencia, con la cual todos convivían, y, a través de ese o de dicho silencio, incluso de la liturgia emanaba una presencia tan perceptible, como de alguien vivo, que unos seres, alejados de toda fe, quedaban sobrecogidos por ella.

El silencio es el alimento indispensable de nuestra fe. El ayuda a aceptar lo que puede resultar incomprensible a los ojos de los demás. En su alabanza a la Virgen María, San Bernardo establece un sorprendente paralelo entre Tomás y José: “Así como Tomás, al dudar y al tocar con sus manos, se convirtió en el más seguro testigo de la Resurrección del Señor, así José, al comprometerse con María y al contemplar atentamente su manera de vivir durante el tiempo en que estuvo confiada a su protección, se convirtió en el testigo más fiel de su castidad”. Sí, en efecto, testigo fiel, discreto, silencioso, obediente sobre todo.

Cuando el Ángel del Señor le pide que no repudie secretamente a María, José no se ríe como lo hizo Sara, cuando su esposo Abraham le anunció una situación algo semejante. Cree, es decir, obedece sin comprender. Esta discreción de José, su extraordinaria humildad, es tan clarividente que nadie ha dudado de ella, incluso aquellos que no comparten nuestra fe. Pienso en un filósofo francés, maestro del existencialismo y muy de moda en los años sesenta: J.P. Sartre. A raíz de la segunda guerra mundial se había alistado en la Resistencia y fue arrestado. Durante su cautiverio, un sacerdote, prisionero con él, le pidió una obra de teatro para aquellas Navidades de cautiverio. Sartre describe a María, a Jesús y he aquí cómo imagina a José:”¿José? No lo pintaré. Sólo indicaré una sombra en el fondo del establo, con dos ojos brillantes. Pues no sé qué decir de José y José no sabe qué decir de si mismo: adora, es feliz de adorar y se siente como exiliado”.

“Adora, es feliz de adorar y se siente como exiliado”...Comentando este texto de Sartre, un padre dominico escribía: "con estas palabras está dicho todo sobre la fe”.

“Dejémonos invadir por el silencio de San José”. Sí, en el silencio podemos aprender a nacer en el conocimiento de Dios. Si queremos adentrarnos en el corazón de la verdad, si queremos recibir toda la luz que emana de Cristo, hay que aprender a amar el silencio:”Nunca me arrepentí de haberme callado”, decía el cardenal Newman, “pero sí, a veces, de haber hablado”.

El silencio no sólo es indispensable para lograr una vida religiosa y humana auténtica, sino que es también esencial para quien quiere permanecer en la vida religiosa. La permanencia, lo que San Pablo llama la perseverancia, es una cualidad que él eleva prácticamente al rango de virtud teologal, de tanto que la asocia estrechamente con la fe y la caridad. La perseverancia equivale al “no cejes” de Yahvé a Josué cuando le insta a que entre en la tierra de Promisión (Jos. 1,6).

Después de veinte años de vida misionera en Francia, el Padre Loew decía que la prueba mayor de la misión, no era la prueba en sí, sino la continuidad en la prueba.

La tentación de toda vida religiosa o apostólica está en renunciar al combate, gastados que estamos por las pruebas que no nos esperábamos.

Ahora bien, renunciar al combate no quiere decir automáticamente dimitir. Renunciar al combate es cuando, insidiosamente, lo que antes era palabra de vida, se convierte, poco a poco, en práctica rutinaria.

El silencio es una dimensión esencial para no flojear en nuestra vida religiosa. Porque a la hora del descorazonamiento o de la mediocridad, no hay más remedio que aquel que fue propuesto a los que querían sanar en el desierto: mirar a la serpiente de bronce, alzada sobre un madero. Sin esta contemplación de Cristo en la cruz, una contemplación que sólo puede hacerse en el silencio, no hay perseverancia posible.

Puesto que la Cuaresma es el tiempo del cambio en el que intuimos que lo que parece imposible puede realizarse, pidamos al Señor, por la intercesión de San José, la gracia de amar el silencio, el verdadero silencio, el que nos lleva a adherir a Dios de una manera firme y constante, con tesón suficiente para levantarnos en la hora de la prueba.

No queremos adorar el silencio; queremos amarlo, puesto que nos ha sido dado como compañero de nuestras vidas.

Otras Homilías del Nuncio