Homilía del Excmo. Mons. André Dupuy
Nuncio Apostólico
ante la Comunidad Europea

Domingo VI del Tiempo Ordinario - Ciclo "B"
(12 de Febrero 2006)

Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme...

Este grito es el de un pobre, desfigurado por su enfermedad, rechazado por la sociedad, excluido por todos, incluso por sus parientes y amigos.

Es el grito de un hombre marcado, primero, por el dolor físico. En el libro de Job, se llama a la lepra “el primogénito de la muerte”, y a aquél que la padecía se le consideraba, en cierta manera, como a un condenado a muerte emplazado. Esta enfermedad de la piel, muy distinta de la enfermedad que hoy llamamos lepra, era tan grave, que ya se la citaba entre las famosas plagas de Egipto: la sexta plaga: ‘’los furúnculos brotando en pústulas” (Éxodo 9.9).

A este dolor físico se sumaba el dolor moral, igualmente insoportable. En una sociedad donde la enfermedad se solía relacionar con el pecado, la lepra era considerada como el propio símbolo del pecado, de la distancia de Dios. Era la plaga por excelencia, con la cual Dios castigaba a los pecadores, como lo fueron los egipcios que habían impedido al pueblo de Israel que alcanzase la Tierra prometida.

En cuanto se identificaba el mal, el hombre o la mujer afectados eran apartados de las asambleas cultuales y civiles, para evitar que su impureza contaminase a las personas y a los objetos. Eran aislados a causa de una enfermedad contagiosa, excomulgados, condenados a vivir apartados, con las ropas desgarradas y el pelo desgreñado.

Se les consideraba como muertos, hasta tal punto que, a veces, su curación era tenida como una proeza equivalente a una resurrección. Su enfermedad tenía que ver más con el sacerdote que con el médico: de hecho, el leproso no pedía a Jesús que lo curara, sino que lo limpiara.

Tal es el hombre que Jesús, con una libertad de espíritu asombrosa, acepta sanar. Con una profunda humanidad, Jesús se deja apiadar como se apiadará otro día al ver a las muchedumbres hambrientas y sin pastor. Le tiende la mano, lo toca y lo sana.

La escena, tal como nos la describe el evangelista Marcos, pone de relieve la iniciativa del leproso. El se acerca a Jesús, sin tener en cuenta el abismo de segregación e incomprensión que la Ley antigua había establecido entre él y el resto del mundo. Su plegaria, acompañada de un gesto de adoración, traduce una audacia y una fe tan grandes como las de la Cananea, el Centurión o el padre del epiléptico: “Si tú lo quieres, puedes limpiarme”. Sabe que Jesús puede lo que Él quiere.

De hecho, Jesús responde a su demanda. Al acercarse a él, al tocarle, corre el riesgo de verse a su vez legalmente impuro. Sin embargo, no es la impureza la que va a propagarse, sino la pureza de Jesús es la que va a purificar al enfermo.

Lo que llama la atención en esta actuación de Jesús, no es tanto la piedad que lo mueve, sino el cambiazo de situación religiosa y social que ella impone.

A la inversa de la Ley del Antiguo Testamento, que trataba de resolver el problema de la lepra marginalizando al leproso, Jesús reintegra a su lugar al que había sido excluido. El verdadero milagro que acababa de hacer consistió en haber restablecido a un hombre en su dignidad de hombre, un milagro tanto más importante que, al actuar de este modo, Jesús hace patente una salvación gratuita y universal. Pone de manifiesto que con El, y en El, el Reino de Dios está presente como una buena nueva anunciada a los pobres. Recordemos su respuesta a la pregunta de los discípulos de Juan Bautista, venidos para preguntarle si, de verdad, era Él el Mesías, o si había que esperar a otro: “los ciegos ven... los leprosos quedan purificados”.

En efecto, al purificar al leproso e integrarlo de nuevo en la comunidad del pueblo de Dios, Jesús anuncia, simbólicamente, que los tiempos mesiánicos han sido inaugurados. ¿No es con tal intención, acaso, que ordena al que acaba de curar, que vaya a presentarse a un sacerdote? Es para que certifique su curación, desde luego, pero también para invitarle a que se interrogue acerca de quién acaba de curarlo milagrosamente: “tu curación será para las gentes un testimonio’.

El leproso, él, ha comprendido. Ha comprendido tan bien que, sin hacer caso de las consignas de silencio de Jesús, va a proclamar y divulgar la noticia de su curación. Se convierte en el apóstol de la Buena Nueva.

Meditemos este gesto, esta iniciativa. Predicar la Buena Nueva es dar testimonio de Jesús con actos más que con palabras. ¿Qué ha hecho Jesús ante el sufrimiento del leproso? Cura antes de enseñar; da testimonio antes de predicar. Si se hubiese contentado con dar un curso de teología, sólo habría sido un rabino más. Y cuando más tarde enviará a los apóstoles en misión, les pedirá que primero curen y purifiquen a los leprosos, y que expulsen a los demonios.

Purificar a los leprosos. En el mundo actual abundan los leprosos, la gente excluida, toda clase de parias. Gente marginada por su condición física: los inválidos, los enfermos mentales, los ancianos, los moribundos. Pero gente también excluida a causa de sus opiniones morales, de sus desvíos morales, de opiniones anticonformistas que escandalizan la buena conciencia de nuestra sociedad. ¡Cuán numerosos son los que se sienten avergonzados de su cuerpo, de su corazón, de su vida!

Seamos el buen Samaritano para tantos desahuciados de la vida. Tengamos una mirada de amor para todo aquél que el Señor pone en nuestro camino. Al meditar el Evangelio de este domingo, pensaba en un gesto de Juan Pablo II, durante una de sus visitas a Estados Unidos: tomó en sus brazos a un pequeño norteamericano enfermo de sida.

“Tu lepra, decía Jean Giono, es amor desempleado". Que ninguno de nosotros malgaste esta reserva de amor que lleva en sí mismo.

Al comienzo de cada eucaristía, nos preparamos a su celebración “reconociendo que somos pecadores”. Es decir, nos preparamos a encontrarnos con Jesús, reconociendo que somos leprosos. No para culpabilizarnos, para desanimarnos, sino para disponernos a curarnos y a salvarnos.

“Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme”.

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