MONSEÑOR
UBALDO SANTANA HOMILIA PRONUNCIADA POR MONS. UBALDO
SANTANA
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Lecturas de la Eucaristía: Amados hermanos y hermanas en el Señor Jesús, Una inmensa bocanada de aire fresco entra esta tarde, por las puertas de esta iglesia donde estamos congregados, en nombre de Dios, para la fracción del pan, la celebración de la fiesta de la Guadalupe y la ordenación presbiteral de nuestro hermano religioso salvatoriano Elvis Alzola. Es el mismo torrente de brisa suave que sopló sobre los pueblos americanos cuando, en la bendita madrugada del 12 de diciembre de 1531, “la perfecta siempre virgen Santa María, Madre del verdadero Dios por quien se vive” se hizo ver del indito Juan Diego en la colina del Tepeyac. Ese soplo es el signo de la presencia del Espíritu de vida. Es el aliento vivificante de Dios que Ezequiel invocó sobre el valle de los huesos secos: “Profetiza al espíritu, profetiza hijo de Adán. Dirás al espíritu: así dice el Señor Yahvé: Ven, espíritu, de los cuatro vientos y sopla sobre estos cadáveres para que revivan. Lo hice como se me había ordenado y el Espíritu penetró en ellos; revivieron y se pusieron de pie: era un enorme, inmenso ejército.” (Ez. 37, 9-10). Ese mismo Espíritu de vida es el que, en nombre de Jesús y sostenido por la fe y la oración de todos ustedes, esta tarde de gracia invocaré, para que venga y se derrame con toda su potencia creadora sobre Elvis. Es realmente un acontecimiento extraordinario, hermanos y hermanas, muy digno de admiración que en estos tiempos calamitosos y difíciles que atraviesa el mundo y Venezuela, podamos presenciar con nuestros propios ojos cómo Dios sigue llevando adelante el diálogo de la salvación y sigue encontrando personas dispuestas a aliarse con él para hacer patente su amor misericordioso en favor de los seres humanos. En Nazaret el Señor se dirigió a una humilde jovencita llamada María, por medio del Ángel Gabriel, y ella, tras superar su asombro y rumiar el mensaje de Dios en su corazón contestó: “Yo soy la esclava del Señor, que se haga en mi según su palabra” (Lc. 1,38). En México fue la misma Madre de Dios, envuelta en resplandor divino, quien requirió la ayuda de Juan Diego. Así lo cuenta el Nicán Mopohua, hermoso relato escrito por el cronista Don Antonio Valeriano: “Juanito, el más pequeño de mis hijos, deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. Ve al Obispo de México a manifestarle lo que mucho deseo. Anda y pon en ello todo tu esfuerzo”. A lo que Juan Diego contestó: “Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu venerable palabra; por ahora de Ti me aparto, yo tu pobre indito” (No.38). Aquí, esta tarde, Dios se dirige a un joven guayanés que escuchó hace tiempo su llamado y ha ido madurando su respuesta hasta llegar a este momento decisivo de poder darle al Señor la respuesta definitiva. Su ordenación sacerdotal ocurre en un momento particular de la historia del mundo y de Venezuela. El Concilio Vaticano II, el más importante acontecimiento de la iglesia del siglo XX, y que está cumpliendo su cuadragésimo aniversario, nos habló de nuevos signos de los tiempos y de la necesidad “de conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza” (cf. GS 4). Un mundo convulsionado por cambios formidables de toda índole que afectan absolutamente todos los ámbitos de la vida humana y de la sociedad y el mismo sentido de la vida y de la creación. Es un verdadero tsunami cultural que sacude en sus mismos cimientos la civilización humana y pone en jaque los fundamentos morales sobre los que se ha construido. El mar del siglo XXI abre sus horizontes infinitos ante nuestros asombrados ojos. La sociedad globalizada que está surgiendo está llena de realidades novedosas, de audaces descubrimientos científicos, de avances que mejoran la calidad de vida de millones de seres humanos. Pero ese mar también está sembrado de tenebrosos escollos y arrecifes que ponen en peligro la supervivencia del mismo planeta: genocidios, guerras, limpiezas étnicas, flagrantes injusticias sociales, clamorosas inequidades económicas. Los descalabros éticos son más destructivos todavía. Como afirma el documento conciliar “Gaudium et Spes” - y estas palabras se pueden aplicar en buena parte a Venezuela: “jamás el género humano tuvo a su disposición tantas riquezas, tantas posibilidades, tanto poder económico y sin embargo una gran parte de la humanidad sufre hambre y miseria y son muchedumbre los que no saben leer ni escribir…Se busca con insistencia un orden temporal más perfecto sin que avance paralelamente el mejoramiento de los espíritus” (GS 4). El Papa Juan Pablo II, el gran nauta del siglo XX, nos enseñó a mirar este mundo sumiso en dolores de parto con los ojos de la fe pero también con realismo y esperanza y lo comparó a un océano de aguas profundas en el que debemos internarnos sin miedo. Al pedir la ordenación para ser ministro y servidor de su pueblo, Elvis está proclamando con decisión libre y gozosa que Jesús es también el Salvador de esta nueva era de la humanidad y que en su nombre quiere adentrarse en estas aguas con los hermanos y hermanas “pescadores de hombres” para echar sin miedo las redes del evangelio. Nos toca alistarnos con él entre los profetas de la esperanza. Todos los que estamos aquí hemos de compartir la profunda convicción, como dice un obispo conocedor de Venezuela de que “Dios mantiene el control de la historia, aún cuando cierto pseudos-valores, ideológicos o políticos, sean los que predominan y los valores espirituales parezcan olvidados. Dios nunca nos abandona.” Hay una virtud llamada esperanza. Debemos a pesar de todo y muy especialmente en estos tiempos de tanta turbulencia, recordarla sin cesar sobretodo a los jóvenes y a los cristianos que luchan y trabajan dentro de las estructuras políticas, económicas y sociales y pueden verse envueltos en la desesperación y el abatimiento. La seguridad de la presencia del Señor en medio de nosotros se hace más patente cuando encontramos en nuestro camino cristianos y cristianas que en diversas condiciones de vida asumen el riesgo de dedicar toda su existencia a reproducir el modelo de vida de Jesús. Al haber escogido el día de la Guadalupe para ser ordenado sacerdote, Elvis nos está diciendo que quiere reproducir el modelo mariano de discipulado para seguir a Jesús. Elvis me escribía hace algunos días que el quería seguir haciendo lo de Jesús a la manera de María, desde la encarnación en esta historia y en esta realidad. El mensaje cristiano efectivamente no es teoría ni teología especulativa; es la historia concreta del encuentro de Dios con nuestro mundo, con las realidades cotidianas de nuestras casas, de nuestras familias, de nuestro país. Y un sacerdote que tenga como inspiración el discipulado de Maria en el seguimiento de Jesús Salvador tiene que constituirse con su vida, su predicación, su mentalidad y su cultura solidaria y compasiva en una referencia concreta para los hombres y las mujeres de Venezuela que luchan por encontrar razones para levantarse, para buscar más justicia y más libertad, para convivir como hermanos y hermanas y compartir desde sus propias posibilidades por más pobres y escasas que parezcan. El modelo mariano de discipulado no es otro que el que Jesús presentó a sus discípulos en su cena de despedida. Los que compartieron con el Señor esa cena memorial, recibieron la revelación del misterio y sentido de toda su vida y de cómo quería que fueran sus discípulos y cómo debían hacer memoria de él. No solo quiso dejar la cena de su cuerpo entregado y de su sangre derramada sino también el modelo de servidores encargados de actualizarla sacramentalmente: hombres profundamente configurados con su vocación servicial, que reprodujeran el estilo de vida, los sentimientos y la mentalidad de su Señor. Un sacerdote no es una figura solitaria, un dueño de cosas sagradas, un mandamás aislado que ejerce dominio sobre comunidades y fieles desde las alturas de su olimpo misterioso. El modelo del sacerdote-discípulo es completamente distinto al modelo de los jefes y reyes de naciones de este mundo “quienes dominan como señores absolutos y se hacen llamar bienhechores. Ustedes no sean así; antes bien, que el primero entre ustedes pórtese como el menor y el que gobierna como el que sirve” (Lc.22, 26). Un sacerdote discípulo ha de ser un contemplativo, que tiene los ojos fijos en su Señor y aprende de él a estar en medio de sus hermanos “como el que sirve”. Así fue María, servidora, discípula fiel y obediente de la Palabra, proclamada precisamente bienaventurada por su prima porque siempre creyó que las promesas que le hizo Dios se cumplirían (cf. Lc. 1,45). Sacerdote para siempre. En todo lugar y en todo momento, con cualquier persona y en cualquier circunstancia. La identidad no se parcela. Nada de esquizofrenias ni dualismos. Se es o no se es sacerdote y punto. Y si se es, ha de ser para siempre. Este es un lenguaje duro, tan duro como cuando Jesús dijo que el era pan vivo bajado del cielo (cf. Jn. 6,53-68). Nuestro modelo de vida no lo dicta esta sociedad globalizada, voraz y consumista. No lo aprendemos de las encuestas ni de los sondeos de opinión. Lo aprendemos en la escuela de la eucaristía a los pies del maestro (cf. Jn. 13,1-17). El cenáculo es la escuela de nuestro sacerdocio en la medida en que entendemos que a su vez el cenáculo fue para Jesús la síntesis y expresión más acabada de su modo de vivir, de pensar, de sentir y de relacionarse con los pequeños y sencillos que fueron capaces de desentrañar el misterio de su vida (cf. Mt. 11,25-26) dijo: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc. 22,19). Nuestro sacerdocio no se entiende fuera de la eucaristía. Pero la eucaristía tampoco se entiende fuera de la vida de Jesús ni fuera de nuestra vida. La eucaristía forma parte de una historia, de un camino, de un antes y un después. De una existencia eucarística como lo escribió tantas veces Juan Pablo II. La calidad de nuestras eucaristías deben desteñir sobre la calidad de nuestra entrega servicial y compasiva de todos los días y a su vez nuestro modo de vivir nuestro sacerdocio, de ejercer nuestro ministerio deben encontrar su máxima expresión sacramental en el momento en que con nuestros hermanos nos sentamos a la mesa de Jesús para oír su palabra y compartir su pan y su misión salvadora. Eso es lo que Pablo llama hacer de nuestra vida una oblación. “Por la misericordia de Dios les exhorto a que ofrezcan su propia existencia como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios y no se acomoden a este mundo sino váyanse transformando con la nueva mentalidad, para ser capaces de discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, conveniente, perfecto” ( Rm. 12,1). Esa fue la ofrenda agradable de Jesús a su Padre. Allí es donde el espera que todos lleguemos pero sin duda lo espera con más ansia que ocurra en aquellos discípulos suyos a quienes ha llamado para que lo hagan presente en su misma oblación y entrega total al Padre. Allí te espera a ti también Elvis, cada día de tu vida y hacia allá debemos de ayudarte a caminar con fidelidad y alegría. La Guadalupana se siente sin duda sumamente complacida al ver un seguidor de su hijo Jesús en esta nueva alborada de su vida cristiana escoger el día de su fiesta para iniciar su sacerdocio ministerial y estoy seguro de que sabrá como buena madre y consejera hacerte oír de mil maneras en el fondo de tu corazón y a lo largo de toda tu vida las consoladoras palabras que le dirigió a Juan Diego: “No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás por ventura en mi regazo?.. Tu eres mi embajador muy digno de confianza”. Que en tan buena y santa compañía y con el apoyo de tu congregación, de tu comunidad de vida, de tus familiares y amigos el ministerio que hoy inauguras sea un advenimiento concreto del Reino de los cielos. Caracas, 12 de diciembre de 2005, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América. +
Ubaldo R. Santana Sequera |
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