Recordemos la escena de los Reyes Magos ante el Niño Jesús y la de los 24 Ancianos del Apocalipsis, los cuales se postraron y adoraron al Señor, quitándose sus coronas.
Quitarnos nuestras coronas es despojarnos de nuestro yo. Despojarnos de nosotros mismos es estar frente a Dios en la verdad. |
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“Los verdadero adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Somos capaces de ser veraces prácticamente sólo cuando adoramos. La adoración es lo que nos hace estar en verdad. |
Y ¿cuál es nuestra verdad? Que somos directamente dependientes de Dios. No nos valemos por nosotros mismos. La adoración exige esa pobreza de las bienaventuranzas: ser pobre de espíritu. Es la pobreza radical de quien se sabe nada. Nada somos, nada tenemos. Equivale a: “Dios es Todo, yo soy nada”, de Santa Catalina de Siena.
Al descubrir a Dios como Creador, descubrimos inmediatamente que no somos nada y que todo lo recibimos de El. |
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Nos ponemos, entonces, delante de Dios en desnudez, como Job cuando al final aceptó -por fin- que recibía todo de Dios: “Reconozco que lo puedes todo” (Job 42, 1-6). |
Como la canción Maranatha: “Haz que me quede desnudo ante tu presencia, haz que abandone mi vieja razón de existir”. Hay que abandonar las alforjas que cargamos y el viejo vestido, que llevamos puesto. Y que pretendemos llevarlo –inclusive- a la oración.
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