La oración nos hace crecer en todos los dones o regalos del Espíritu Santo. Primordialmente, nos otorga los frutos del Espíritu Santo, que van en la línea de un crecimiento en santidad. Algunos de éstos los cita San Pablo en su carta a los Gálatas (5, 22-23): amor, alegría, paciencia, comprensión, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí.
Y, no sólo crecemos en frutos del Espíritu Santo, sino en todos sus dones: en los llamados siete dones, en las virtudes (teologales y morales), especialmente en la humildad, base de todas las virtudes y condición indispensable para una oración “en espíritu y en verdad”. Crecemos en la Gracia misma (la vida de Dios en nosotros), la llamada Gracia Santificante. Además, nos disponemos mejor para recibir y aprovechar las gracias de estado y las gracias actuales que derrama el Espíritu Santo a manos llenas en la oración. Las gracias de estado, que son las propias del estado de vida al cual Dios nos ha llamado. Y las gracias actuales, que nos son dadas para cada acto de nuestra vida, como una moción interior que nos hace desear hacer el bien y a la vez es un impulso que nos lleva a realizarlo. Podemos llegar a crecer, incluso, en esas gracias elevadas listadas por el Señor en las bienaventuranzas, que son también regalos del Espíritu Santo: Pobreza de espíritu (que ayuda a la adoración, pues es reconocernos que somos nada antes Dios y que todo lo necesitamos de El). Serenidad ante el sufrimiento y las persecuciones, sed de justicia o deseo de santificación, compasión y misericordia para con el hermano, pureza de corazón (rectitud de intención en nuestros actos, pero más importante: disminución de la inclinación al pecado y limpieza de la mancha que deja el pecado aún ya confesado y perdonado). Inclusive pudiera el Espíritu Santo derramarse en gracias extraordinarias y/o dones carismáticos. Son regalos de El dados para utilidad de la Iglesia y comunidades eclesiales. Su manifestación va dirigida hacia la edificación de la fe, como auxilio a la evangelización y como un servicio a los demás. (cf. 1 Cor. 12,11 y Vaticano II, AA 1-3) El Espíritu Santo nos conduce a la Verdad plena (cf. Jn. 16, 13) y nos recuerda en la oración todo lo que Cristo nos dejó dicho (cf. Jn. 14, 26). Pero el Espíritu Santo requiere de nuestra disposición en oración para poder enseñarnos todo eso que Jesús nos dejó y que, como los Apóstoles, no estamos listos para recibir aún (cf. Jn. 16, 12 ) y nos lo tiene que ir dando poco a poco. La oración nos va disponiendo para recibir esas enseñanzas que Jesús dejó y que el Espíritu Santo nos da.
El Espíritu Santo no puede actuar en nosotros si no estamos en actitud de adoración, en actitud de reconocernos creaturas dependientes de Dios y, como consecuencia, nos abandonamos a su Voluntad. Es cierto que el Espíritu Santo puede actuar en nosotros aunque no estemos en adoración. Es cuando el Espíritu Santo nos vence … Puede hacerlo. De hecho lo hace a veces … como a San Pablo. El Espíritu Santo puede actuar con fuerza o con suavidad (cf. Sb. 8, 1 en traducción de la Vulgata) Pero normalmente el Espíritu Santo sólo actúa en la medida en que estemos en oración, en disposición de adorar. Y en la medida que se lo pidamos. Y debemos pedirle que nos transforme, que nos cambie, que nos santifique, que nos dé tal o cual gracia que necesitamos para ser más parecidos a Jesús y a su Madre. La oración de adoración nos hace receptivos y dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo. La oración nos permite escuchar la suave brisa de la cual le habló Jesús a Nicodemo (cf. Jn. 3, 8), que sopla donde quiere, pero que casi no se escucha … menos aún si no nos silenciamos.
Adoración
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